La Ética Cristiana, al igual que cualquier sistema ético, se construye alrededor de una o más virtudes. En el caso del Cristianismo, las virtudes, convencionalmente, han sido enumeradas como siete, sobre la creencia de que estas siete, cuando se combinan con sus vicios opuestos, es decir, los siete pecados capitales, pueden explicar todo el rango de la conducta humana. Estas siete virtudes consisten de cuatro virtudes “naturales”, las cuales eran conocidas para el mundo pagano de la antigüedad, y las tres virtudes “teológicas”, las cuales fueron prescritas específicamente en el Cristianismo. Las virtudes naturales pueden adquirirse a través de los esfuerzos humanos, pero las teológicas surgen como dones especiales de Dios.[1]
Las virtudes naturales son la prudencia, la templanza, el valor, y la justicia. Se dice que esta lista data desde los tiempos de Sócrates y que realmente se encuentra en Platón y Aristóteles. Los moralistas cristianos como Agustín y Tomás de Aquino hallaron razonable esta lista. A estas cuatro virtudes, el Cristianismo añadió las tres virtudes teológicas, la fe, la esperanza y el amor.[2] Estas tres originalmente fueron introducidas por Pablo, quien no solamente distinguió a las mismas como virtudes específicamente cristianas, sino que individualizó el amor como la principal entre estas tres: “Y ahora permanecen la fe, la esperanza, y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor. 13: 13).[3]
De esta forma, el amor en el Cristianismo se convierte en el patrón de reglamentación, y cuando existe un conflicto de deberes, debe dársele prioridad al amor.[4] El amor es tan importante que todo el viaje místico o espiritual es visto como un viaje de amor. Resumiendo lo que ha dicho en su libro acerca del misticismo, William Johnston escribió:
“El [misticismo] es la respuesta al llamado del amor; y cada etapa es iluminada y guiada por una llama viviente, una conmoción ciega, un amor que no tiene reserva o restricción. Éste es el amor el cual, dice Pablo, es superior a cualquier don carismático y no tiene limitaciones. “Soporta todo, cree en todas las cosas, supera todo… es un amor sin fin” ( 1 Cor. 13: 7-8).”[5]