Los Safavies del Iran

(1502-1736)

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El más destacado historiador de nuestro tiempo, el británico Arnold Joseph Toynbee (1889-1975), estima que Al-Muqaddimah (Introducción a la historia universal, Fondo de Cultura Económica, México, 1977) de Ibn Jaldún es «sin duda la obra más grande de su clase que haya sido creada por una mente humana en cualquier tiempo o lugar» (A.J. Toynbee: A Study of History, 10 vols., Londres, 1935-1954, III, pág. 125). Igualmente, el distinguido historiador de la ciencia, el belga naturalizado estadounidense George Sarton (1884-1956) opina que «la más importante obra histórica medieval» fue la Muqaddimah del historiador musulmán tunecino Ibn Jaldún (1332-1406).
Precisamente, Ibn Jaldún fue el precursor de los estudios sociológicos de la historia. «El verdadero objeto de la historia es la civilización: cómo surge, cómo se mantiene, cómo desarrolla las letras, ciencias y artes y por qué entra en la decadencia. Los imperios, como los individuos, tienen una vida y una trayectoria propias. Crecen, maduran, declinan».
Todo imperio pasa por fases sucesivas. Según Ibn Jaldún, la última fase es: «El ataque exterior, la intriga interna o las dos cosas juntas derriban al Estado. Tal fue el ciclo de Roma, de los almorávides
y almohades en España, del Islam en Egipto, Siria, Irak y Persia… Y siempre es así».
Estas primeras citas son orientadoras para comprender, en parte, el fenómeno que representó el imperio safávida, su naturaleza e idiosincracia, y el papel que representó en la conformación de la sociedad iraní moderna.

La Safaiyya y el movimiento qizilbash
La cofradía mística (taríqa) fundada por el Sheij Safiuddín (1253-1334) en Ardabil, en el actual Azerbaÿán iraní, la Safaiyya, de la que tomaría el nombre la dinastía de los safavíes, fue en sus comienzos un sufismo moderado que respetaba la Sharía’a dentro del marco de la escuela Sunna de pensamiento islámico. A mediados del siglo XV, un descendiente del fundador, el Sheij Ÿunaid, desterrado de Ardabil (1448) por orden del soberano timúrida Qaraqoyunlu, se puso al frente de la cofradía y empezó a preconizar una doctrina heterodoxa basada en ciertos principios shiíes pero con un fuerte contenido ajeno al Islam, extraído de tradiciones hindúes y cristianas orientales. Luego de atacar infructuosamente Trebisonda (1456), en el mar Negro, y ser impedido de volver a Ardabil (1459) por Ÿahan Shah, fue muerto al atacar a los circasianos (cherkeses) de Yaqub de las Ovejas Blancas hacia 1460.
Sin embargo, su hijo Haidar logró continuar al frente de la cofradía (1460-1490) y la colocó al servicio de las ambiciones políticas de la región, especialmente al militarizar y fanatizar a sectores turcomanos y lanzarlos al asesinato en masa de cristianos (griegos y armenios) en la Anatolia oriental.
Los partidarios de Haidar comenzaron a ser llamadosqizilbash(en azerí, “cabeza roja”), porque llevaban un gorro rojo con doce picos (símbolo de los doce Imames de los shiíes dudecimanos). La doctrina qizilbash era una desviación del Shiísmo que incluía la creencia asociadora e idólatra (en árabe,Shirk) de la manifestación de Dios en forma humana y en la metempsicosis, y se caracterizará por una hiperdevoción por el soberano safaví, considerado como la reencarnación de Alí Ibn Abi Talib (la paz sea con él), a su vez manifestación de Dios en forma humana ASTAGFIRUL—LAH RABBI UA ATUBU ILAIHI (“Ruego el perdón de ALLAH, mi Señor y a El me arrepiento). Más adelante el término qizilbash fue empleado por los otomanos de forma peyorativa para designar a todos los sectarios rebeldes, tachados de herejes (actualmente en Bulgaria se sigue llamando qizilbash a los alauíes que viven en la región de Deli Orman).
Esta mezcolanza politeísta de los qizilbash que combinaba además ciertos parámetros sufíes y shiíes (ghuluww) será declarada doctrina oficial del estado safaví a partir de Ismail I y presentada como «shiísmo duodecimano». En realidad esta grave desviación no tenía nada que ver ni con el Shiísmo ni con el Islam, y eso se tradujo en la práctica, donde sufrieron persecución y matanzas tanto los verdaderos shiíes duodecimanos, como los sunníes y el resto de las cofradías (turuq) sufíes.

Los primeros safavíes
El Irán a fines del siglo XV era un caos de reinos de Taifas (en árabe taif, pl.tawa’if, partidos, banderías). Irak, Yazd, Semnán, Firuzkuh, Diarbakir, Kashán, Jorasán, Kandahar, Balj, Kermán y Azerbaÿán eran estados independientes y rivales entre sí. En una serie de campañas implacables, Ismail Ibn Haidar (1487-1524), se apoderó de la mayor parte de estos principados, entró en Herat y Bagdad e hizo de Tabriz la capital de su nuevo imperio (1502). La dinastía safaví había nacido.
La ascensión de Ismail I al poder es una historia sin precedentes. Tenía tres años de edad cuando murió su padre Haidar (1490) y trece cuando se lanzó a la conquista del trono. Seguía teniendo trece cuando se coronó shah (en persa “rey”) de Persia. Según sus contemporáneos, se nos dice que era «dulce como una jovencita», pero mató a su madrastra, ordenó la ejecución de 300 funcionarios en Tabriz y pasó a cuchillo a miles de sus adversarios políticos (E.G. Browne: A literary history of Persia, 4 vols., Cambridge, 1951-1953, IV,pág. 62). Gozaba de tal popularidad que «el nombre de Dios ha sido olvidado en Persia y sólo se recuerda el de Ismail» (E.G. Browne: O.cit., IV, pág. 51).

Ismail I se sintió lo bastante fuerte para desafiar a sus vecinos. Ignorando los principios elementales del Islam de la fraternidad, la unión y el mutuo consenso, le hizo la guerra a los uzbecos de la Transoxiana (Ma Wara al-Nahr) y el Jorasán. Luego se volvió hacia el oeste y comenzó una campaña de hostigamiento contra los otomanos basado en un concepto falseado y prohibido en el Islam, el de la división (fítna). Así, fomentó (como lo seguirían haciendo sus sucesores hasta mediados del siglo XVIII) el odio de los shiíes contra los sunníes (y viceversa), manipulado perversamente para arrastrar al pueblo iraní hacia sus ambiciosos propósitos de conquista y egolatría.
La estrategia de Ismail triunfó; a pesar de sus crueldades y desvíos, fue reverenciado como una divinidad (recuérdese el ya citado tema de la reencarnación) y sus súbditos confiaban de tal modo en el divino poder que le atribuían que algunos de ellos se negaban a llevar armadura en el combate (cfr. Percy Sykes: History of Persia, 2 vols, Londres, 1921, II, pág. 163)
Diversas insurrecciones llevadas a cabo por activistas qizilbash infiltrados en las provincias orientales del Imperio otomano, el ahorcamiento de cierto número de sunníes que constituían la mayoría en Tabriz, y la práctica obligatoria que se les impuso a los demás de maldecir a sus propios líderes, provocaron la reacción del sultán Selim I (1467-1520).
En la batalla de Chaldirán (23 de agosto, 1514), en un llano al este del Eufrates, los seguidores de Ismail vieron que sus consignas y fervores eran impotentes frente a la artillería y la disciplina de los jenízaros otomanos. Selim se apoderó de Tabriz y subyugó a toda la Mesopotamia septentrional (1516). Sin embargo, dos factores habrían de salvar a los safavíes. Uno fue el amotinamiento de los jenízaros que exigían una equitativa distribución del botín capturado en la campaña, que forzó a Selim a un repliegue temporal. El otro fue la aproximación de un ejército mameluco desde Alepo al mando del sultán Qansuh Gurí, aliado circunstancial de los persas debido a su enfrentamiento con el poder otomano (Qansuh sería derrotado y muerto en la batalla de Marjdabik, el 24 de agosto de 1516, al norte de Alepo y marcaría el principio del fin de la dinastía de los mamelucos). Por estas circunstancias, Ismail regresó a Tabriz con todos lo honores y reinó durante otros ocho años. Ismail murió a los 38 años, dejando el trono a su hijo Tahmasp de diez (1524).
El shah Tahmasp I (1514-1576) fue bastante distinto a su padre, sino referimos a la valentía y a la eficiencia, si en cambio lo igualó y superó con creces en lo que respecta a la idolatría, el sibaritismo y la perversidad. Como si todo esto fuera poco, se avino a consumar el primer gran tratado de alianza con un poder europeo contra un estado musulmán. Este consistió en una reciprocidad de medidas e intercambios de información entre la corte safávida y el Imperio de los Habsburgo encabezado por Carlos V de Alemania y I de España, titular del sacro imperio romano germánico (1519-1556), entre 1525 y 1545, para coordinar la resistencia cristiana y persa frente al accionar del sultán Solimán I el Magnífico (1494-1566). Este tratado significó de alguna manera el comienzo de la disolución del Dar al-Islam, vaticinada por el postulado de Ibn Jaldún (“El ataque exterior, la intriga interna o las dos cosas juntas derriban al Estado”) y confirmada por la acertada definición del historiador norteamericano William McNeill: «La historia del mundo desde el año 1500 puede concebirse como una carrera entre el poder creciente de Occidente para oprimir al resto del mundo y los esfuerzos cada vez más desesperados de los otros pueblos para rechazar a los occidentales» (cfr. W. McNeill: The Rise of the West, University of Chicago press, Chicago, 1963).
El flamenco Ghiselin de Busbecq (1522-1592), embajador del emperador Fernando I de Habsburgo (g. 1558-1564) en la Sublime Puerta, testimonia como la Cristiandad salió beneficiada de esta situación, ya que Solimán tuvo que suspender su ofensiva contra las agresiones del Oeste para hacer frente a los safavíes: «Sólo Persia se interpone a nuestro favor, pues el enemigo, cuando se dispone a atacarnos, debe permanecer atento a esta amenaza situada a sus espaldas» (The Turkish Letters of Ogier Ghiselin de Busbecq, trad. inglesa de Edward Seymour Forster, Oxford, 1922, pág. 112).
En Europa hubo una gran alegría cuando el ejército de Tahmasp I se apoderó de Erzurum (1552), pero en 1554 Solimán contraatacó y obligó a Tahmasp a una paz (1555) que dejó a Bagdad y la baja Mesopotamia bajo el dominio permanente de los otomanos hasta 1918.
Mientras tanto, «a río revuelto…» los ingleses enviaron al aventurero y comerciante Anthony Jenkinson de la Muscovy Company a negociar a Persia. Hacia 1561, luego de un azaroso viaje por Rusia y Transoxiana (vía Bujará, hoy Uzbekistán), Jenkinson, que contó con los favores y la asistencia del soberano ruso Iván el Terrible (1530-1584), llegó a Qazvín. Allí entregó al desprevenido Tahmasp unas cartas de saludo de una reina — Isabel I (1533-1603)— que parecía a los persas una soberana sin importancia de un pueblo bárbaro. El plan inglés era la búsqueda de una ruta comercial terrestre a la India y China (“Catay”). Al acceder Tahmasp a tal proposición —renovada en 1581—, no sólo condenó al Irán a la penetración foránea, sino que abrió las puertas a la futura conquista del Indostán por parte de la Companía de las Indias.
La muerte de Tahmasp en 1576 puso fin a uno de los reinados más desastrosos de la historia iraní, pero no a uno de los peores; éstos habrían de llegar con el tiempo, a lo largo de los siglos XIX y XX.

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Una práctica aberrante
El problema de la sucesión dinástica fue tal vez más agudo en la Persia safávida que en la India mogol y el Imperio otomano. La práctica aberrante de cegar a los hijos de los reyes se advierte por primera vez en al historia safaví, en relación con uno de los nueve hijos que sobrevivieron a Tahmasp I (éste ya había hecho asesinar a dos de sus hermanos y encarcelado a un tercero), Muhammad Jodaband. Este se negó a subir al trono cuando Tahmasp murió en 1576, debido a una ceguera parcial. La operación de cegar a los príncipes, futuros competidores del trono, a menudo se efectuaban demanera imperfecta. Si Jodaband conservaba algo de visión podía deberse a la compasión del ejecutor. Esta compasión no era precisamente desinteresada. Muhammad Jodaband sucedió a su hermano Ismail II (1555-1577) hasta 1587, y entonces los previsores funcionarios que pudieron haberlo cegado por completo, según las expresas órdenes de Ismail, se apresuraron a recibir su recompensa.
Por otra parte, el corto reinado de Ismail II (1576-1777) fue una sucesión de intrigas y crímenes horrendos. Hizo matar a seis príncipes, uno de ellos, sobrino del monarca que ya había sido cegado. Planeaba dar muerte a otro sobrino que sólo contaba seis años de edad, pero éste, por fortuna, era gobernador de la lejana provincia de Herat (hoy Afganistán occidental). El emisario que Ismail mandó a Herat no pudo cometer tal acto en el mes sagrado musulmán de Ramadán, y por eso Abbás Mirzá, el futuro Abbás el Grande (1571-1629), sobrevivió a su cruel tío, para convertirse en uno de los hombres más famosos de la historia del Irán.

La carrera por el trono
Abbás Mirzá no sólo sobrevivió a los malvados designios de Ismail II, sino también a los de su hermano, cuyas intenciones hacia él se frustraron gracias a las rápidas medidas adoptadas por su tutor y maestro, Murshid Qulí Jan Ustajín, de manera que Abbás pudo subir al trono cuando Muhammad Jodaband, su padre, abdicó en 1587.
A pesar de todo lo ocurrido anteriormente, el reinado de Abbás el Grande llevó a extremos horripilantes la manera de tratar a los posibles pretendientes al trono. El shah Abbás no dejaría la «solución» al fratricidio, ni se contentaría con cegar a los competidores: llegó a asesinar a su propio hijo.
Un episodio acaecido entre 1593-1594 nos puede dar una pauta del perfil homicida y paranoico de Abbás. El jefe de los astrólogos de la corte safaví, Ÿalal, predijo un desastre para el ocupante al trono. Un derviche llamado Yusufí fue hecho rey durante tres días y, luego, ejecutado; a continuación, el trono volvió a ser ocupado por Abbás.
El peligro de las conspiraciones políticas y de las rebeliones se agravó mucho cuando el sistema feudal permitió las levas por cuenta de súbditos principales, que proporcionarían ejércitos al soberano. El shah Abbás, por tanto, creó un ejército permanente, que le fuese totalmente fiel, y fue aboliendo las levas de los grandes dignatarios. El padre jesuita Kiusinski, que vivió en Isfahán de 1702 a 1722 y escribió una Historia de la revolución en Persia, abarcando toda la dinastía safávida, describe en pocas palabras como el shah se transformó, así en monarca absoluto, sin depender ya«de los grandes o de las tropas», que, según él, imponían leyes al shah, «lo deponían y, de hecho, llegaban a quitarle la vida». Abbás sustituyó a los qurchís o guerreros qizilbash tocados con el gorro rojo, que habían luchado a favor de Ismail I, por generales y tropas reclutadas, en la medida de lo posible, en Georgia y otras regiones cristianas del Cáucaso. Podía confiarse en ellos, a diferencia de lo que ocurría con los personajes de ascendencia musulmana. Esa fue la razón impartida a la comunidad armenia de Ÿolfá de alistarse compulsivamente en el ejército abbasí y emigrar con sus pertenencias a la nueva capital del reino, Isfahán, donde sus descendientes continúan habitando en la actualidad.
Una vez solucionado el problema de los antiguos pretorianos, el shah Abbás hubo de resolver acerca de las sospechas que le inspiraban sus tres hijos. Les quitó los ojos a los dos más jóvenes, y nombró heredero al mayor, Safí Mirzá. Cuando Safí Mirzá llegó a la edad de sucederle en el trono, el shah comenzó a temer que los dignatarios a los que había privado de poder lo sustituyeran por su heredero. Este temor le indujo a tomar la cruel decisión de matar a su hijo.
A partir de entonces, instituyó la práctica de encerrar a los príncipes reales en el harén, «sin conversar con nadie más que con los eunucos». Su nieto, Abbás II (g. 1642-1667) —hijo de Safi I (g. 1629-1642) que sucedió a Abbás y era hijo de Safí Mirzá—, fue educado así (tenía diez años cuando subió al trono y en ningún momento demostró capacidad para gobernar).
Se convirtió en ley el encarcelar a los príncipes safávidas en companía de maestros en un jardín, donde se les enseñaban las humanidades, se les permitían ejercicios con arcos y flechas, y cabalgaban montados en asnos en su «paradisíaca prisión». En razón de esta política, se ha culpado al shah Abbás de acelerar la decadencia de la dinastía. El historiador británico Sir John Malcolm escribió:«Un monarca que nunca había abandonado su prisión antes de subir al trono, lo más probable es que fuera afeminado e ineficaz. Difícilmente podía resistir la intoxicación del poder absoluto». Como vemos, no había mucha diferencia entre la patología esquizofrénica de la Rusia de Stalin y la Persia de los safávidas (aunque las estadísticas de los crímenes del zar rojo superan toda imaginación y lo convierten en el mayor asesino de la historia: entre 1924 y 1953, más de veinte millones de rusos fueron eliminados por esta paranoia colosal).

La contradictoria personalidad de Abbás
Hacia 1598, tres ingleses aventureros, Sir Thomas Sherley (1564-1630), Sir Anthony Sherley (1565-1635) y su hermano menor Robert Sherley (1581- 1628), llegaron a Persia en misión comercial desde Inglaterra. Llevaban consigo valiosos regalos, experiencia militar y a un hábil fundidor de cañones (cfr. George Mainwaring: The adventures of the three Sherleys, Londres, s/f). Con esta ayuda inesperada, el shah Abbás reorganizó su ejército —diezmado en la guerra contra los uzbecos del Jorasán—, lo equipó con mosquetes además de espadas y pronto lo reforzó con quinientas piezas de artillería. Con esta nueva fuerza consiguió vencer a un alud de cien mil otomanos con apenas sesenta mil hombres en 1605 y recobrar el estratégico enclave de la isla de Ormuz en la entrada del Golfo Pérsico en 1622, en poder de los portugueses desde 1507. Esta operación se llevó a cabo con el apoyo de barcos ingleses poderosamente artillados. Al año siguiente, el shah fundaría en la orilla continental, vecino a la primitiva población de Gomrú (Gombrún para los europeos), un puerto que llevaría su nombre, y que a partir de la invasión de Irak a la República Islámica del Irán en septiembre de 1980 —que entre otros flagelos, trajo aparejado la destrucción de las instalaciones portuarias de Abadán y Jorramshahr— se convertiría en puerto franco y en el de mayor actividad del país: Bandar Abbás (“Puerto Abbás”, primeramente Bandar Abbasí).
Cándidamente, el historiador safaví Iskandar Beg afirma que«el feliz descubrimiento de la enemistad entre portugueses e ingleses determinó la conclusión de una alianza ventajosa». Por su parte, el historiador isabelino Sir William Foster, basándose en las fuentes históricas inglesas, afirma que «la petición de ayuda a los persas se acompañó con amenazas de cancelar todas las concesiones comerciales existentes —como las exportaciones de seda persa en barcos ingleses—, en el caso de que fuese denegada».
Los incesantes viajes y relevamientos de agentes británicos a la Persia safaví, como Richard Hakluyt (m. 1616) y su continuador Samuel Purchas, al igual que muchos otros observadores europeos, describen las cortes y los distintos personajes como no podían hacerlo los cronistas persas, sujetos por lo general al favor de los déspotas de turno. Los informes de los europeos eran de vital interés para los comerciantes ingleses, franceses, holandeses e italianos. Un inglés culto del siglo XVII que nunca hubiese abandonado Londres, Oxford o Cambridge, podía conocer los hermosos puentes que el shah Abbás había hecho construir sobre el río Zaiandé Rud, en Isfahán. Ni él ni el shah Abbás (que tenía una vaguísima idea de dónde podía quedar Inglaterra), sin embargo, se darían cuenta de lo que presagiaba este intenso interés europeo por las tierras del Islam.
Consciente de que Europa occidental le estaba agradecida por mantener a los otomanos atareados en sus fronteras orientales, el shah Abbás envió primero a Sir Anthony Sherley y luego a Robert Sherley a las cortes europeas y al Vaticano en misiones tendientes al establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales, aunque con escasa fortuna. Es célebre el retrato realizado el 29 de agosto de 1622 por el pintor flamenco Sir Anthony Van Dyck (1599-1641) de Sir Robert Sherley, durante su visita al Papa Gregorio XV (1554-1623), al que tituló Ambasciatore di Persia in Roma.
Realista y pragmático, hipócrita como pocos, Abbás cargando a cuestas sus innumerables crímenes y fechorías, utilizó el noble sentimiento shií de los iraníes como un medio de establecer un espíritu nacional que consolidara a la monarquía. Fomentó las peregrinaciones al entonces pueblo de Mashhad — hoy pujante capital de la provincia Josarán–—, como La Meca del Islam safaví (que patrocinó astutamente como contrapartida a otros lugares santos localizados en territorio otomano), y él mismo cubrió a pie los mil doscientos cincuenta kilómetros de Isfahán a Mashhad para ofrecer sus súplicas y donativos. Fue un constructor incansable. Siempre que que, andando los caminos de Irán se divisa un gran caravansar, la pregunta del viajero obtiene la misma contestación: fue construido por el shah Abbás. Todavía puede encontrarse bajo las marismas y la maleza de Mazandarán, el camino pavimentado que ordenó trazar.
El viajero italiano Pietro della Valle (1586-1652), que viajó por Turquía, Siria, Palestina, Irak, Irán y la India entre 1614 y 1626, al describir al shah como lo vio en 1618, observa que «Ya hable, camine o se limite a mirarle a uno, tiene siempre un aspecto muy animado y vivaz» (Pietro della Valle: Viaggi in Turchia, Persia, ed India descritti in 54 lettere famigliari, Roma, 1650-1663).

Tesoros de Isfahán
En Irán, entre el siglo XVI y el primer cuarto del siglo XVIII, se produjo un renacimiento cultural y religioso islámico promovido por el advenimiento de la dinastía safaví. La verdadera arquitectura safaví surge a partir de que Abbás el Grande traslada la capital a Isfahán e infunde un nuevo vigor a las construcciones, aunque siempre sobre modelos y parámetros timuríes.

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La capital del estado safaví había pasado de forma sucesiva de Tabriz a Qazvín cuando, en 1598, tras haber celebrado el Año Nuevo persa (No-Ruz) en Isfahán, Abbás decidió convertir esta última ciudad en la nueva capital del reino. En el histórico casco céntrico de la milenaria urbe estableció el siguiente esquema urbanístico: un gran eje ajardinado, una gigantesca Plaza enmarcada al sur por la gran Mezquita, al norte por el gran Bazar (mercado público), al este por la mezquita del Sheij Lutfullah y al oeste por la gran puerta del
pabellón de Alí Qapu (“Sublime Puerta”), que sirve de acceso al complejo palatino, además del gran puente Pol-e-Jaÿú sobre el río Zaiandé Rud . Su ordenación espacial la convierte a Isfahán en una de las primeras ciudades planificadas del Islam donde aun es posible establecer sus principales elementos configuradores.
En el centro del extremo noroeste de la plaza, se encuentra el pórtico de Qeisariyya, realizado entre los años 1602 y 1619. La gran puerta está flanqueada por palcos y coronada por un balcón en el que se situaban los músicos que animaban los partidos de polo.
En 1612 Abbás el Grande hizo construir la llamada Meidán-e Shah (“Plaza Real”), hoy «Plaza Imam Jomeini». Este complejo comprende un rectángulo de 507 metros de largo por 158 metros de ancho, que se convirtió en el bazaar (mercado) principal de la ciudad y la cancha de polo más refinada de la historia. En ella el soberano y sus caballeros jugaban periódicamente al polo (chougánen persa) —un deporte inventado por los antiguos persas—, e intimaban con el pueblo que presenciaba gratuitamente esas destrezas hípicas. Aun hoy permanecen incólumnes las dos porterías con sus postes de mármol blanco, mudos testigos de un juego olvidado, que pueden pasar inadvertidas para muchos de los visitantes que llenan la plaza diariamente. La Plaza de Isfahán es tan bella que ha recibido el nombre de «imagen del mundo» (Naqsh Ÿahán).
En uno de los lados de la plaza Abbás edificó la «Mezquita del Sheij Lutfullah», entre 1602 y 1618, en honor de su sabio y venerado suegro de origen libanés. De pequeña dimensiones, 35 por 40 metros, y desprovista de minaretes, era el oratorio privado del soberano. Condicionantes como su orientación obligatoria a La Meca y el espacio al que se abría la plaza, determinaron que la entrada se articulase mediante un ingenioso pasillo. La extraordinaria serie de azulejos de variado color que cubren la fachada, la cúpula y su interior ponen de manifiesto los complejos juegos que la cerámica vidriada puede ofrecer.
La obra cumbre de Abbás se completa con la «Mezquita Real» (Masÿid e- Shah), hoy del «Imam Jomeini», levantada en el extremo suroeste de la plaza entre 1612 y 1630. Su estructura está desiquilibrada con relación a la plaza, con objeto de orientar el mihrab hacia La Meca. Recubierta totalmente por bellísimos azulejos de loza, posee unas dimensiones de 130 por 120 metros y su cúpula alcanza los 54 metros de altura.
Su portal está muy retranqueado para adecuarse a la galería que discurre en torno a la gran plaza. El vestíbulo cupulado y un doble pasillo resuelven el cambio de eje necesario para la perfecta orientación de la quibla. Finalmente, se llega a un patio con cuatro iwanes (el iwán es una típica construcción islámica iraní que consiste en una sala rectangular cubierta por bóveda, con uno de sus lados cortos abierto al exterior en su totalidad) en cuyo centro se encuentra la fuente de las abluciones (cfr. Oleg Grabar: The Great Mosque of Isfahan, New York University Press, Nueva York, 1989).
Este complejo de la Plaza y Mezquita del Imam en Isfahán fue declarado bien cultural de la humanidad en 1979 (VéaseGuía del Patrimonio Mundial UNESCO, Editorial Incafo, Madrid, 1994, pág. 577; Wilfrid Blunt: Isfahan. Perla della Persia, Istituto Geografico de Agostini-Novara, Milán, 1969).
Cuando el caballero y viajero francés Jean Chardin (1643-1713) visitó a Isfahán en 1773, quedó atónito al verse en una urbe de excelente administración, comercio, artesanías y artes, en la que vivían más de trescientas mil almas y con mil quinientas aldeas en el entorno, que poseía 162 mezquitas, 48 colegios, 273 baños públicos y 1800 posadas (cfr. Sir John Chardin: Travel in Persia 1673-1677, Dover, Nueva York, 1988; R.W. Ferrier: A Journey to Persia. Jean Chardin’s Portrait of a Seventeenth-century Empire, I.B. Tauris, Londres, 1996).
Jean Baptiste Tavernier (1605-1689) que viajó por Turquía, Palestina, India, Sumatra y Java, estuvo en Isfahán en 1664, y comprobó que tenía la misma extensión que París, pero era diez veces menos populosa, pues cada familia tenía su propia casa con jardín y había tantos árboles que «más parecía un bosque que una ciudad» (cfr. Le Six Voyages de Jean-Baptiste Tavernier, París, 1681).
No es ninguna casualidad entonces, que desde hace ya tiempo circule este refrán entre los pueblos de lengua persa: «Isfahán es la mitad del mundo» (Isfahán nesfe Ÿahán). Véase Henri Stierlin:Isfahan: Image du Paradis, La Bibliothèque des Arts, París, 1976.

Los últimos safavíes
Pese a todos los esfuerzos del shah Abbás por reformar y capacitar la maquinaria administrativa y el Ejército, pese a todos lo intentos de establecer una sólida jerarquía estatal de funcionarios, la Persia safaví nunca tuvo —ni supo apreciar— la fibra institucional que logró desarrollar el Imperio otomano. Sólo noventa noventa y trés años después de la muerte del shah Abbás, el Imperio safávida se vino abajo a manos de los afganos, que eran considerados bárbaros por los safavíes. Mir Wais, un caudillo afgano de los Ghilzai (una de las tribus que hoy aporta cuadros al llamado “movimiento talibán”), se apoderó de Kandahar en 1711. Su hijo Mahmud recibió la degradante sumisión del shah safávida Husain (g. 1694-1722), y su rendición en Isfahán. La ola destructora de los Ghilzai sólo fue detenida al chocar con los otomanos en el Irán occidental. La dinastía safávida desapareció con Abbás III (g. 1732-1736), un bebé de ocho meses al subir al trono, que fue depuesto por Nader Shah Paradójicamente, Persia se haría famosa en Europa de la mano de uno de los más relevantes filósofos franceses. Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu (1689-1755), autor de las «Cartas persas» (1721), se preguntará, no sin cierta ironía:«¿cómo podemos ser persas?». Este renombrado pensador francés quedó gratamente sorprendido por la personalidad y las actividades del embajador iraní Muhammad Reza Beg, enviado a París en 1714 por el shah safaví Husain (gob. 1694-1722), fenómeno analizado por M. Herbette: Une Ambassade Persane sous Louis XIV, París, 1907. En su obra, Montesquieu describe el viaje imaginario de dos persas (Usbek y Rica) a París en los últimos tiempos del reinado de Luis XIV. Estos supuestos viajeros exponen a sus amigos de Persia, en estilo epistolar, comentarios sobre las costumbres, leyes e instituciones francesas. Con curiosidad y sin prejuicios, los dos persas observan ingenuamente los salones, los cafés, los teatros, la corte, la iglesia…, lo que da pie al autor para realizar una inteligente sátira, una audaz e ingeniosa crítica, de su país y de sus conciudadanos. (cfr. Montesquieu: Cartas persas, Alba, Madrid, 1997).

Nader Shah
Nader Shah (1688-1747), llamado Tahmasp Qolí Jan, originalmente Nader Qolí Beg, fue un jefe de bandidos de origen turcomano, que depuso a la dinastía Safaví de Irán y estableció un breve imperio en la región. Destacó como líder militar durante la ocupación afgana de Irán en la década de 1720. Actuando en nombre de los derrotados Safavíes, expulsó a los afganos en 1729, y en 1732 se convirtió en regente. Al año siguiente expulsó a los turcos otomanos de Mesopotamia, de la que se habían apoderado durante la invasión afgana, e indujo a los rusos a abandonar el territorio iraní que ocupaban. En 1736 subió al trono iraní como Nader Shah. Hacia 1738 había conquistado Afganistán, y en 1739 invadió el norte de la India, capturando Delhi, capital del Imperio mogol; pronto extendió su mandato a lo que actualmente es el Turquestán occidental. Las victorias de Nader Shah le convirtieron brevemente en el soberano más poderoso de la región, pero su imperio se disgregó rápidamente después de ser asesinado en 1747.

R.H. Shamsuddín Elía –  Profesor del Instituto Argentino de Cultura Islámica

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