Los beneficios de las Cruzadas
A pesar de esta tolerancia y convivencia sicilianas, no cesaron las agresiones militares contra el Islam tanto en España como en África del Norte y el Oriente Próximo. Paradójicamente, las Cruzadas no sólo no alcanzaron su objetivo, sino que también acelearron la afluencia de ideas orientales hacia Occidente. Las Cruzadas fueron para Europa un acontecimiento que señaló una época. Para el Islam fueron como una rutina, al igual que las guerras fronterizas del imperio en las que empeñaba sus fuerzas. Un erudito las ha
descrito comparándolas con la garrapata del lomo de un camello, que se aloja allí durante algún tiempo y después se desprende… sin que apenas se dé cuenta el camello.
Las Cruzadas no fueron importantes por lo que intentaron, sino por los resultados que obtuvieron sin haberlo proyectado. Obligaron a Europa a salir del aislamiento del oscurantismo y abrieron nuevos horizontes a sus hijos. Los guerreros cristianos aprendieron nuevas técnicas militares, algunas ideadas por ellos mismos, otras que copiaron de su enemigos musulmanes. La necesidad hizo que se crearan rápidamente nuevas tácticas de sitio, y los musulmanes, hábiles para adiestrar pájaros, enseñaron a los cristianos el empleo de palomas mensajeras. De manera semejante, los juegos marciales de los musulmanes y los escudos de armas habrían de encontrar eco en los torneos y las figuras heráldicas de la caballería.
Los contactos de los cruzados con el mundo islámico trajeron a los mercaderes de Europa una demanda enormemente ampliada de mercancías orientales. Los soldados francos y normandos llevaron a sus tierras el gusto por las semillas de ajonjolí, algarrobas, arroz, limones y melones, albaricoques y chalotes, alimentos que no tardaron en dar nueva vida a la dieta occidental. Las muselinas de Mosul, los baldaquinos de Bagdad y los damascos de Damasco hicieron a los europeos conocer toda una nueva
variedad de telas para vestir, incluso la palabra algodón proviene del árabe (al-kutn).
La vida occidental adquirió también nuevo colorido merced a las tapicerías y las alfombras persas, los artículos de tocador, como espejos y polvos faciales, y las tintas brillantes, como el lila y el carmín.
Los cruzados, después de probar el baño árabe, no quisieron renunciar a sus placeres, que los cristianos habían visto durante mucho tiempo con malos ojos por considerarlos paganos, y volvieron a introducir la limpieza en una Europa que la veía con duda.
Incluso la Iglesia se benefició de su contacto con el Islam. El invento que del rosario hizo Santo Domingo se inspiró en la cadena de cuentas que servía y sirve a los musulmanes para ir diciendo los nombres de Dios.
El aporte de los turcos
Pero si Europa fue fascinada por sus contactos con el Islam, lo mismo aconteció con los vecinos de éste en el Oriente. En las inmensas y áridas llanuras del Asia Central, la fe del profeta encontró partidarios entusiastas entre una serie de tribus de idioma turco que estaban destinadas a restaurar la tradición militar del Islam. Al principio, estos turcos fueron esclavos militares al servicio de los omeyas y abbasíes, pero más tarde invadieron el Islam con sus propios ejércitos. Dirigidos por caudillos como Ibn Tulún -el esclavo turco que llegó a ser gobernador de Egipto- y bajo dinastías como la de los selÿukíes o selÿúcidas, los otomanos y los mogoles, los musulmanes turcos habrían de influir en vastas zonas del planeta.
Los selÿukíes, que se apoderaron del imperio abbasí, lo extendieron hasta Bizancio, poniendo los cimientos del moderno Estado de Turquía. Los otomanos, que siguieron a los selÿukíes, llevaron el Islam al interior de Europa pasando por el Bósforo. Más hacia el oriente, los mogoles introdujeron el Islam hasta el interior de la India y dejaron tras de sí una floreciente civilización musulmana que llegó a ser la base de las repúblicas de Pakistán y Bangla Desh de nuestros días.
Pero los turcos no sólo eran grandes soldados, sino también grandes constructores, y robustecieron la arquitectura del Islam al combinarla con la de los pueblos que conquistaban. Ibn Tulún construyó el primer hospital en Egipto y un palacio real cuyos muros estaban recubiertos de oro. Pero su mayor fama se debe a la Gran Mezquita de El Cairo que lleva su nombre, la cual fue diseñada para él por un arquitecto cristiano.
De manera similar, los selÿukíes, que fundaron las primeras madrasas, o mezquitas-colegio, crearon una nueva planta en forma de jardín cuatripartito para estas edificaciones, que los artesanos persas construyeron para ellos. En cuanto a los otomanos, cuando se apoderaron de Bizancio también se hicieron de la famosa iglesia de Justiniano, Santa Sofía, que más tarde usaron como modelo para sus mezquitas.
Sin embargo, fueron los mogoles de la India quienes amalgamaron en forma más efectiva el estilo de arquitectura musulmana con el de otra cultura. Al igual que los primeros constructores de mezquitas de El Cairo y Persia, que adaptaron las columnas de los templos griegos y de las iglesias coptas cristianas a los propósitos musulmanes, los constructores de mezquitas de la India incorporaron en sus edificios musulmanes algunos elementos de la arquitectura hindú. Más tarde, bajo los mogoles, los musulmanes de la India crearon una especie particular de construcción, llevándole a nuevas cumbres de gracia y refinamiento. Es posible que los conquistadores turcos de la India recordaran algún contacto con el culto chino a los antepasados, en el cual se rendía homenaje a los muertos con graciosas construcciones en jardines encantadores. Sea cual fuese la razón, los mogoles llegaron a ser grandes constructores de tumbas.
El mausoleo indomogol se concibió de suerte que reflejara los placeres de este mundo y sugiriera los del más allá. Se alzaba en jardines de complejo diseño embellecidos con flores y cascadas y sus dueños lo empleaban como lugar de diversión. Como señala el historiador de la arquitectura de la India, James Ferguson, los musulmanes indostanos «construían sus sepulcros de una naturaleza tal que sirvieran de lugar de disfrute para ellos y sus amigos durante su vida, y sólo cuando ya no podían gozarlos se convertían en moradas solemnes de descanso para sus despojos mortales». Esto solía ser literalmente cierto. Bajo la cúpula central de la construcción, donde sería finalmente enterrado, el dueño celebraba decorosas meriendas. Uno de los edificios más deliciosos del mundo, el Taÿ Mahal de Agra, fue construido con esta doble finalidad. Erigido entre 1630 y 1648 por el Shah Yahán para su esposa favorita que murió en su juventud, el Taÿ Mahal fue levantado como tumba para Mumtaz Mahal y como jardín placentero para el emperador, que la amaba.
Sultanas, marinos, comerciantes y maestros
Los selÿukíes, los otomanos y los mogoles extendieron el Islam sobre todo mediante la fuerza de la espada. Pero en el resto del mundo, y por medios pacíficos, se obtuvieron victorias mucho más significativas para el Islam. Como comerciantes y maestros, los musulmanes eran aún más persuasivos que como soldados.
El Islam tuvo su origen en un país donde el comercio era una profesión honrosa: el propio Profeta Muhammad se había dedicado al comercio antes de recibir la Revelación. Y el Islam honró desde sus inicios a la pluma del sabio tanto como respetaba la espada del soldado. En dos regiones del mundo, África e Indonesia, el Islam arraigó en gran medida debido a los contactos establecidos por comerciantes y maestros musulmanes.
En el Lejano Oriente se logró un resultado parecido por medios semejantes. Ya a principios del siglo XIII, los barcos mercantes musulmanes procedentes de Persia, Arabia y la India atracaban en los puertos de Java y las demás islas de Indonesia, llevando las semillas de la cultura islámica. Marco Polo, a su regreso de la corte de Kublai Jan, encontró un reino musulmán en Sumatra en 1292, y en 1345 un viajero marroquí llamado Ibn Battuta dio noticia de que el gobernante del reino malayo era un hombre que sentía un profundo interés por la cultura islámica.
Desde fines del siglo XIII el archipiélago indonesio también conocido como Insulindia fue islamizado, no por las armas de conquistadores musulmanes persas o árabes sino por el atractivo de una fe igualitaria, simple y adaptable a las condiciones de la región, introducida por comerciantes musulmanes llegados desde lugares tan lejanos como Egipto. La islamización es acompañada por una fragmentación política del archipiélago (sultanatos independientes) que con el tiempo favorecerá la penetración de los colonialistas europeos. Estos se lanzarán como fieras hambrientas sobre las bellas y pacíficas islas buscando las preciadas especias que los propios mercaderes islámicos se han encargado de llevar a Europa.
En 1345, Ibn Battuta llegó a Sumatra y quedó deslumbrado con el panorama: «Es una isla lozana y verdeante, llena de cocoteros, arecas, claveros, agácolos indios, sagúes, árboles del pan, mangos, yambos, naranjos dulces y alcanfores»(Ibn Battuta: A través del Islam, Alianza, Madrid, 1988, págs. 709-719).
En 1511, Albuquerque se apodera de la estratégica Malaca (nombre tomado de un árbol local). Y en una rápida sucesión, caen Borneo (1511), Timor (1520) y las Molucas (1521). Durante el siglo XVII, se suman los holandeses a la acción depredadora portuguesa y atacan los grandes sultanatos de Mataram, Banten y Acheh.
El sultán de Acheh, Iskandar Muda («Alejandro el grande»), -que vivió entre 1590 y 1536- fue un soberano ejemplar que hizo de Acheh (en el extremo norte de la isla de Sumatra) un centro de estudios islámicos. Iskandar Muda enfrentó decididamente la amenaza lusitana en Malaca, Johore y Patani (Cfr. H. J. De Graaf: De Regering von Sultan Agung vorst van Mataram 1613-1645, La Haya, 1958; D. Lombard: Le Sultanat d’Atjéh au temps d’Iskandar Muda, 1607-1636, París, 1967).