Islamólogos, arabistas y orientalistas (siglos XII-XX)
«Si esto es el Islam, ¿no somos todos musulmanes?».
Johann Wolfgang Goethe

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En la Edad Media, en un contexto de enfrentamientos militares y de polémica religiosa como resultado de las invasiones cruzadas, y los contactos con la España y la Sicilia musulmanas, los europeos pudieron acceder al conocimiento de una civilización que en muchos aspectos materiales, culturales y espirituales era superior a la suya. La transmisión de la herencia científica de la Antigüedad efectuada por los musulmanes y los propios avances intelectuales del mundo islámico fueron igualmente conocidos desde finales del siglo XI, principalmente a través de España.
Un esfuerzo de conocimiento del Islam como religión se manifestó en Europa desde el siglo XII. «La prueba de ello la tenemos en Pedro de Alfonso, judío español bautizado en Huesca en 1106 y convertido en médico del rey Enrique I de Inglaterra (y muerto en 1110); traductor de obras de astronomía, pero también redactor de la primera obra que contenía datos de algún valor objetivo sobre Mahoma y el Islam» (Maxime Rodinson: La fascinación del Islam, Júcar, Madrid, 1989, pág. 32).

Los primeros traductores
Los primeros estudios fueron llevados a cabo en Cataluña por Gerbert d’Aurillac (938-1003), convertido en Papa bajo el nombre de Silvestre II en 999.
En los siglos XII-XIII se potenció aun más la transmisión a Europa de la ciencia y la filosofía musulmanas que se desarrollaban en Oriente y en la misma al- Ándalus, junto con los conocimientos científicos y filosóficos de la Antigüedad, que habían sido revalorizados por los pensadores del Islam. Esta corriente transmisora fue alimentada por las traducciones de textos árabes al latín que efectuó la escuela de traductores de Toledo. Dicha escuela, hasta 1152, reunió a sabios musulmanes, judíos y cristianos bajo los auspicios del arzobispo Raimundo de Sauvetat, y alcanzó su apogeo con el monarca Alfonso X el Sabio, que reinó desde 1252 a 1284 (Véase Francisco Márquez Villanueva: Concepto cultural alfonsí, Mapfre, Madrid, 1992).
Pedro el Venerable (1094-1156), abad de Cluny, encargó en 1143 al inglés Roberto de Ketton o «el Ketenense» (también llamado Roberto de Chester o Robertus Castrensis) una traducción del Corán (la primera al latín) que proporcionó la base para otras traducciones europeas hasta el siglo XVII. Esto se produjo casi medio siglo después de declararse la Primera Cruzada contra el Islam. No se ha logrado establecer si «Petrus Venerabilis» tenía el objetivo de poder así «refutar el Corán», o si usó este argumento como pretexto, para protegerse. Lo cierto es que intentó transformar las Cruzadas en una tarea misionera y no violenta. Pero no menos cierto es que el traductor, Roberto de Ketton, era«constantemente obligado a intensificar o exagerar un texto inofensivo para darle un tono desagradable o licencioso o a proferir una interpretación inverosímil pero molesta antes que una más adecuada pero también más normal y decente» (Normal Daniel: Islam and the West, the Making of an Image, Edinburgh University Press, Edinburgo, 1960). El Doctor de la Iglesia Bernard de Clairvaux (1091-1153) —el impulsor de la Segunda Cruzada— se negó incluso a leer esta traducción (cuyo manuscrito se encuentra actualmente en la Bibliothèque de l’Arsenal, en París). Cuatrocientos años más tarde, en 1542/43, Theodor Bibliander (“Buchmann”), teólogo y sucesor del reformista suizo Huldrych Zwingli (1484-1531) —el autor de la obra De vera et falsa religione (1525), reeditó en Basilea la traducción de Pedro el Venerable. Fue consecuentemente arrestado y sólo pudo recuperar su libertad mediante la intercesión personal de Martin Lutero (1483-1546), quien por cierto escribió el prefacio a la cuarta edición que apareció en Zurich en 1550. Esta primera versión latina fue volcada al italiano por Andrea Arrivabene, en 1547; la versión italiana vertida al alemán (Solomon Schweigger, 1616 y 1623, y ésta fue la base para la versión al holan ́des (anónimo, 1641). La primera versión francesa es de André du Ryer, que fue retraducida al inglés por Alexander Ross (1649-88, la primera edición del Corán en inglés), al holandés (Glazemaker), al alemán (Lange) y al ruso (Postnikov y Veryovkin). Sin embargo, estas traducciones eran parciales y bastante defectuosas. Habrá que esperar al siglo XIX para que la traducción del original árabe sea la normal, y al XX para encontrar traducciones hechas por musulmanes a idiomas europeos.
El lombardo Gerardo de Cremona (1114-1187) fue a Toledo en busca de manuscritos islámicos para traducirlos y añadirlos al tesoro filosófico occidental.
«Estos préstamos literarios no son de extrañar, ya que Europa atravesó un período de intenso contacto intelectual con el Islam después del fracaso de las Cruzadas. La espiritualidad europea cambia de táctica política y se lanza entonces, por usar las palabras de José Muñoz Sendino, al “nuevo intento de conquistar el Islam a base de conocerlo”. Pero esta inteligente labor evangelizadora, que impulsa en buena medida las traducciones en masa de los libros de religión y sabiduría musulmana y la fundación de enclaves en tierra de sarracenos para aprender mejor el árabe, tiene un resultado secundario, probablemente inesperado: la “islamización” de Europa. (Dicho claro está en un sentido muy amplio). La intelligentsia cristiana europea -aun la más militante- no se puede sustraer a la poderosa influencia intelectual del Islam, que admira en más de un sentido» (Luce López-Baralt: San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1985, pág. 13).

FEDERICO II
Mecenas, científico y estadista
Una civilización original había sido fundada por los normandos, en el Mediodía de Italia y en Sicilia. Este reino apareció de pronto con una cultura nueva y simbiótica para la Edad Media cristiana y un estado político extraordinario para el occidente feudal. Los dominios de Roger II tomaron el nombre del Reino de las Dos Sicilias porque la parte meridional de Italia fue conocida como «Sicilia a este lado del cabo de Faro».
En 1194 el poder normando en Sicilia, pasó a manos de la casa de los Hohenstaufen (“Alta Staufen”, un castillo y aldea de Suabia). Esta familia reinará entre los siglos X y XIII en Suabia (en alemán, Schwaben; en latín, Suevia), ducado medieval al suroeste de Alemania, en lo que hoy es Baden-Württemberg y algunas zonas de Baviera y Suiza. La región era conocida en la antigüedad como Alamania.
Un hombre admirable, semimisterioso para nosotros (superficiales y globalizados seres en los umbrales del siglo XXI), el emperador Federico II, nacido en Iesi (cerca de Ancona) el 26 de diciembre de 1194, hijo de Enrique VI de Hohenstaufen y Constanza de Sicilia, sería el autor intelectual de un movimiento religioso, cultural y social que nada, en el pasado de la cristiandad, dejaba presentir. Sus efectos conmoverían al mundo de su época y perdurarían en la conciencia religiosa de Italia.
Si se abarca en conjunto la vida y obra de Federico II, se reconoce rápidamente a qué punto el emperador suabo ha cambiado las tradiciones sobre las cuales vivía el mundo desde el fin de la época carolingia (siglos VII al X). Entre él y su abuelo Barbarroja hay ciertamente un abismo. Federico I (ahogado en el río Cydnos, en Anatolia, en 1190, cuando intentaba sumar su ejército teutón a la tercera cruzada) es el emperador medieval por excelencia, un rey de los romanos análogo a todos sus predecesores, encarnación del orden feudal europeo. Lo que caracteriza sobre todo la renovación intelectual dirigida por Federico II y que provocará paulatinamente un durísimo enfrentamiento con la Iglesia y el Papado, es el predominio de la cultura islámica.
¿Cristiano revolucionario o idealista criptomusulmán?
Coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en 1220, hizo de Sicilia un estado moderno al desarticular el feudalismo a través de las constituciones de Melfi (Apulia), en 1231, y al organizar una administración centralizada y crear monopolios comerciales.
Federico no vaciló también en proteger a patarinos y arnaldistas y dar refugio a cátaros y albingenses —que tomaron su nombre del pueblo de Albi, junto al río Tarn— éstos últimos sectarios heréticos profesantes de un total desprecio de a toda autoridad religiosa o secular, y que fueron perseguidos implacablemente por la Iglesia entre 1209-1255 (empresa que propició la constitución de la Santa Inquisición en 1231). Y al reivindicar el pensamiento de Arnaldo de Brescia (1110-1155) —el reformista italiano traicionado por su abuelo Barbarroja y ejecutado por orden papal—, de combatir la corrupción del alto clero, se convertía en el archienemigo de la prelatura. En su encíclica de 1246, Federico escribía: «Los clérigos se han enriquecido con las limosnas de los grandes y oprimen a nuestros hijos y a nuestros súbditos… Nuestra conciencia es pura, y, por consiguiente Dios está con nosotros; invocamos su testimonio sobre la intención que siempre hemos tenido de reducir los clérigos de todos los grados, y sobre todo los más altos, a un estado tal que vuelvan a la condición en que estaban en la Iglesia primitiva, llevando una vida completamente apostólica e imitando la humildad del Señor. Los clérigos de esos tiempos conversaban con los ángeles, hacían milagros sorprendentes, curaban a los enfermos, resucitaban a los muertos, reinaban sobre los reyes por la santidad de su vida y no por la fuerza de las armas. Estos, entregados al siglo, embriagados de delicias, olvidan a Dios; son demasiados ricos; y la riqueza ahoga en ellos la religión. Es un acto de caridad aliviarlos de esas riquezas que los oprimen y los condenan. Que todos se unan a nosotros, dedicándose a esta obra, que los clérigos abandonen lo superfluo, se resignen a la simpleza, para mejor obedecer a Dios» (Huillard-Bréholles: Historia diplomática. Frederici II, 12 tomos, París, 1852-1861, tomo VI, pág. 391). En 1249, acusa frente a la cristiandad entera, al pontífice Inocencio IV de haber seducido al médico que, en Parma, trató de envenenar al emperador; invoca el concurso de todos los príncipes para la salvación de «la santa Iglesia», que tiene, dice, el derecho y la voluntad «de reformar para el honor de Dios».
El enfrentamiento con el Vaticano comenzó a raíz de la participación de Federico como comandante general de la sexta cruzada (1228-1229). Este logró la temporal cesión de Jerusalem (hasta 1244) gracias a un acuerdo con el sultán ayyubí al-Kamil Nasiruddín Muhammad (g. 1218-1238), sobrino de Saladino.

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El 18 de febrero de 1229 Jerusalem fue entregado al cuidado del emperador germánico. Este inmediatamente entró en la ciudad santa y visitó los santuarios islámicos. El cadí de Nablus que era su guía fue testigo de cómo Federico expulsó a un sacerdote cristiano que había intentado entrar en la Mezquita al-Aksa. El historiador Sibt Ibn al-Yawzí (1186-1256) en su obra Miraat az- zamán (“El espejo del tiempo”) narra este episodio: «Al-Kamil había ordenado al cadí de Nablus Shamsuddín que diese instrucciones a los muecines para que durante la estadía del Emperador en Jerusalem no saliesen a los alminares ni lanzasen el llamado a la plegaria en la zona sagrada. El cadí se había olvidado de advertir a los muecines, y así, el muecín Abdul Karim subió esa noche y comenzó a recitar los versículos coránicos: “Dios no ha tenido ningún hijo ni hay otro dios junto con El. Sino no, cada dios se habría atribuido lo que hubiera creado y unos habrían sido superiores a otros. ¡Gloria a Dios, que está por encima de lo que le atribuyen!” (Sura 23, aleya 91). Al otro día, el cadí llamó a Abdul Karim y le informó sobre la orden del sultán, y así, la segunda noche éste no subió al alminar. A la mañana siguiente, el Emperador llamó al cadí y le dijo: ¡”Oh, cadí! ¿Dónde está ese hombre que ayer salió al alminar y dijo aquellas palabras?” El cadí le informó acerca de la recomendación que le había hecho el sultán.·”Habéis procedido mal, oh, cadí. Mi principal objetivo en pasar la noche en Jerusalem era oir la llamada a la oración hecha por el muecín.¿Acaso, si vosotros estuviéseis junto a mí, en mi país, suspendería yo el repique de las campanas por vosotros?. Por Dios, no lo hagáis. Distribuyó luego una suma de dinero entre los agregados que se ocupan del servicio del santuario, los muecines y devotos del mismo. Sólo permaneció en Jerusalem dos noches, y regresó a Acre, por temor a los templarios, que querían darle muerte» (cfr. Nilda Guglielmi: El Mundo Musulmán, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Buenos Aires, 1990, pág. 64-65; E. Kantorowicz: Frederick the Second, Londres, 1931; Pierre Bouille: La extraña cruzada de Federico II, Plaza y Janés, Barcelona, 1970; David Abulafia: Frederick II. A medieval emperor, Pimlico, Londres, 1992).

El emperador tres veces excomulgado y el adiós a las cruzadas
Por sus simpatías hacia el Islam y negligencia en el cumplimiento de sus deberes de cruzado fue excomulgado tres veces (1227, 1239 y 1245) por los pontífices Gregorio IX e Inocencio IV bajo los cargos de «Anticristo», «islamófilo y arabizante», «desobediente de los dictados pontificios», «ateo» y muchos más.
Sin embargo, la cruzada del César excomulgado tuvo una consecuencia muy importante que seguramente él había previsto y buscado. Ese acercamiento pacífico entre Europa y Asia, entre el Islam y la Cristiandad, modificó las ideas que habían nutrido a la Edad Media desde el tiempo de Pedro el Ermitaño. El prejuicio de la cruzada se disipó el día que se comprendió que no era necesario cubrirse con una cruz y correr a un estéril martirio para obtener que la cuna y la tumba de Jesús (la Paz sea con él) fuesen un territorio sagrado enclavado en tierra musulmana. La empresa de 1229 marcó el término de la cruzada ecuménica. Ya no se verá a la cristiandad estremecerse y rebelarse pensando en los dolores de Jerusalem. Desde ese momento Alemania e Italia, por consiguiente el sacro imperio romano germánico, renuncian a Palestina. Y ya no será en Jerusalem, sino en Egipto (1249-1254), luego en Túnez (1270), donde el último de los reyes cruzados, san Luis IX de Francia, intentará recuperar la llave del Santo Sepulcro, empresa que le costará la vida. Pero lo que desde entonces perdió la cristiandad en entusiasmo, la Santa Sede debía perderlo en prestigio. En adelante y hasta el siglo XVI, cada vez que llame a los pueblos y príncipes a la cruzada, ostentará su propia impotencia, vox clamantis in deserto.

Discípulo de sabios musulmanes y judíos
El sultán al-Kamil quedó fascinado de hallar un monarca europeo que entendía el árabe, leía el Sagrado Corán y apreciaba sobremanera la literatura, ciencia y filosofía islámicas. A partir de entonces, y durante los siguientes veinte años, las cortes de El Cairo y de Palermo mantuvieron un permanente y enriquecedor intercambio diplomático y cultural.
Federico (en alemán Friedrich: “Señor de la paz”) era un erudito que hablaba cinco lenguas fluidamente (latín, griego, alemán, francés y árabe). En 1229, el emperador, al tiempo que negociaba con el sultán en El Cairo, cargaba a los embajadores y cortesanos musulmanes de preguntas sabias para los doctores de Arabia, Egipto y Siria.
Más tarde interrogaba también sobre los mismos puntos de metafísica a Yehuda Ben Salomón Cohen, autor de una enciclopedia, llamada en latín Inquisitio sapientiæ (“La búsqueda de la sabiduría”). Este místico judío toledano viajó a Italia especialmente y allí tradujo su enciclopedia del árabe al hebreo, siempre sostenido por el mecenazgo de Federico. El emperador suabo también tuvo bajo su protección a otros sabios judíos en su corte de Foggia (Apulia).
Pero con quien tendría el más extraordinario intercambio sería con el místico hispanomusulmán Ibn Sabín de Murcia (1218-1269). El orientalista francés Ernest Renan (1823-1892) dice sobre el particular: «Uno de los más curiosos documentos de estas relaciones de Federico con los filósofos árabes, ha sido descubierto por Michele Amari(islamólogo italiano que vivió entre 1806- 1882). Hacia el año 1240, el emperador envió a los sabios de los diversos países musulmanes una serie de cuestiones filosóficas, acerca de las cuales parece que no se le dejó satisfecho. Dirigióse en su desesperación, al califa almohade al-Rashid (g. 1232-1242), para descubrir la morada de Ibn Sabín de Murcia (localizada más tarde en Ceuta) que era entonces el más célebre filósofo del Magreb y de España y hacerle cumplir su programa.

El texto árabe
de las cuestiones de Federico y las respuestas de Ibn Sabín nos ha sido conservado en un manuscrito de Oxford, bajo el título de “Cuestiones sicilianas”. La eternidad del mundo, el método que conviene a la metafísica y a la teología, el valor y el número de las categorías, la naturaleza del alma: he aquí los puntos acerca de los cuales el emperador pedía luces a los infieles» (E. Renan: Averroes y el averroísmo, Hiperión, Madrid, 1992, pág. 200).
«¿Aristóteles, preguntaba Federico, ha demostrado la eternidad del mundo? Si no lo ha hecho, ¿qué valen sus argumentos? ¿Cuál es el fin de la ciencia teológica y cuáles son los principios preliminares de esta ciencia, si tiene principios preliminares, esto es, si depende de la razón pura? ¿Cuál es la naturaleza del alma? ¿Es inmortal? ¿Cuál es el índice de su inmortalidad? ¿Qué significan las palabras de Mahoma: “El corazón del creyente está entre los dedos del Misericordiosísimo?» (del artículo de Michele Amari en el Journal Asiatique, pág. 240 y sigs., París, febrero-marzo de 1853).

Un astrólogo escocés en la corte de Federico
El polímata escocés Miguel Escoto (1175-1236) fue atraído a la Sicilia islamizada del emperador alemán Federico II donde estudió alquimia, química, ocultismo, metalurgia y filosofía. En poco tiempo se convirtió en el astrólogo oficial de la refinada corte suava. Previamente, Miguel Escoto había peregrinado en busca de conocimientos por España e Italia. Lo hallamos en Toledo en 1217, en Bolonia en 1220, en Roma en 1224-1227, y en adelante en Palermo, Foggia o Nápoles (1228-1235). Su primera traducción importante fue la Esférica del astrónomo sevillano al-Bitruÿí (m. 1204) — el Alpetragio de los latinos—, que era una crítica de Claudio Ptolomeo.
En la Universidad de Nápoles (fundada por Federico II en 1224), Escoto tradujo al latín los comentarios aristotélicos del filósofo y médico cordobés Averroes (1126-1198) con la ayuda del filósofo judío francés Jacob Anatoli (1194-1258) que los traducía al hebreo (cfr. Lynn Thorndike:History of Magic and Experimental Science, Nueva York, 1929, págs. 319-328).

El Novellino y las tres religiones monoteístas
Un libro precioso para la inteligencia de esta hora singular de la civilización meridional, elNovellino(Edizione Gualteruzzi,Collezione di Classici italiani, Turín, 1930), nos ha conservado algunos de los recuerdos populares de Italia sobre la crisis que había comenzado a conmocionar al cristianismo. El Novellino que es obra de un ignoto compilador, probablemente florentino, de los últimos treinta años del siglo XIII, encierra un grupo distinto de cuentos provenientes de la corte de Federico II. El emperador es celebrado ahí como Stupor Mundi (“Asombro del Mundo”). En esta corte donde las almas son tan elevadas, la práctica estrecha, farisaica del culto cristiano es desdeñada y se borra con la intención recta de la conciencia. Le han denunciado a Federico un herrero«que trabajaba en su arte todo el tiempo, sin respetar domingos, ni día de Pascua, ni ninguna otra fiesta, por grande que fuera» (Novellino, 139). El emperador en su calidad de «dueño y señor de la ley», llama al artesano y lo interroga. «Necesito ganar cuatro sueldos por día; doy doce denarios a Dios, doce a mi padre para vivir, porque es tan viejo que no puede ganar su sustento; otros doce a mi mujer y los doce restantes son para mis gastos». El emperador oyendo su narración, sonrió y le dijo: «Anda buen hombre, has sido más fuerte que todos mis sabios. ¡Qué Dios te dé suerte!». El herrero volvió pues a su casa sano y salvo, y dueño de hacer lo que quisiera.
Frente a Federico II encontramos en el Novellino a Salahuddín al-Ayubí (1138- 1193), más conocido como Saladino, el sultán de la tercera cruzada, «muy noble señor, valiente y liberal». Por él, el Islam cumple un gran papel al lado de la religión cristiana; da también a su tiempo una lección de piedad a los caballeros cristianos. Un día de tregua, Saladino hizo una visita al campo de los cruzados. Vio a los señores comiendo en las mesas «cubiertas con manteles blanquísimos»; vio la comida del rey de Francia y elogió mucho ese orden. «Pero viendo a los pobres miserablemente en tierra, condenó eso enérgicamente diciendo que los amigos del Señor Dios comían de una manera más vil que los otros». Después llegó a los cruzados el turno de ir al campo de Saladino. El sultán los recibió en su tienda, donde pisotearon una alfombra con dibujos de cruces; «escupían encima como sobre la tierra desnuda». Entonces él los reprendió severamente: «Predicáis por la cruz, y venís a ultrajarla ante mis ojos; no amáis a vuestro Dios más que con palabras y en apariencia, no en acción» (Novellino, 71).
Otra de las historias trata de la fe judía. Saladino, necesitando dinero para continuar la guerra santa contra los cruzados, llamó a un rico judío para confiscarle parte de su fortuna y destinarla para ese emprendimiento. Pero, el indulgente soberano musulmán quiso concederle una alternativa al comerciante y le propuso un acertijo. Le preguntó cuál era la mejor fe; si el judío contestaba: la judía, era menospreciar la fe del sultán; si decía: la musulmana, era una apostasía; en uno y otro sentido, un pretexto de confiscación. Pero el judío tenía reservado una historia edificante: «Excelencia, había un padre que tenía tres hijos y un anillo adornado con una piedra preciosa, la mejor del mundo. Los tres hijos rogaban al padre que les dejara la sortija al morir, y el padre para contentar a todos, llamó a un buen orfebre y le dijo: “Señor, hacedme dos anillos semejantes a éste y colocadle a cada uno una piedra parecida a ésta”. El maestro hizo los anillos tan parecidos que nadie fuera del padre, podía distinguir el verdadero. Llamó aparte a cada uno de sus hijos, y le dijo el secreto a cada uno, y, cada uno, creyó recibir el verdadero anillo, que el padre solo conocía bien.

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Es la historia de las tres religiones, excelencia. El Padre que las ha dado sabe cuál es la mejor, y cada uno de sus hijos, es decir nosotros, creemos que tenemos la buena». El sultán quedó maravillado, y dejó que el judío se marchara sin pedirle nada (Novellino, 112).
«Il Novellino può considerarsi un anticipazione del Decameron e la piu espressione dello spirito italiano all’inizio della prosa letteraria in volgare» (Enciclopedia Italiana di Scienze, Lettere ed Arti, Rizzoli, Milán, 1951, tomo XXIV, pág. 1001).

Mecenas de lo plural y lo múltiple
Federico II demostró, con la conducta de toda su vida, hasta qué punto convenía el eclecticismo, el racionalismo, la tolerancia, la búsqueda del conocimiento«hasta en la China», «sin importar el recipiente que lo encierra» de los doctores musulmanes, consejeros permanentes de su corte. Supo conservar, con la religión dominante de Occidente, perpetuos retornos al Islam. Eso le posibilitó una amplia y fructífera gama de alianzas y proyecciones que redundaron en beneficio de su reino y de su pueblo. Así, se integraron a su ejército musulmanes, judíos y albigenses, griegos, armenios e italianos de todas las regiones; el matemático Leonardo Fibonacci de Pisa (1170-1240), el primer algebrista cristiano, discípulo de un profesor musulmán de Bugía (Argelia), y gran viajero en Egipto, Siria y Grecia, desarrolló el tratado Algoritmi de numero indorum del matemático persa al-Juarizmí (m. 863) en la corte de Federico; tránsfugas del Mediodía francés, trovadores o rabinos provenzales, que llevaban los recuerdos de una comarca como el Languedoc (cuna de la “lengua de oc”) donde la civilización caballeresca se había acomodado a partir de la llegada de los musulmanes a principios del siglo VIII, pululaban en plena libertad por las calles de Palermo, Lucera, Capua o Nápoles. Con la ayuda de todos esos espíritus libres o de esos descontentos, Federico hizo ver a la Edad Media, en la hora en que la escolástica adquiría mayor brillo en Francia y censuraba el estudio de la filosofía y la investigación racionalista fomentadas por los profesores y estudiantes averroístas que serían encabezados por Siger de Brabante (¿1235?-1281/84), que el pensamiento del hombre, librado de la rigidez y el anquilosamiento teológico, podía escrutar los secretos de Dios, interrogar los misterios del alma, descubrir las leyes de la naturaleza y volver transformado en un creyente más sincero y bondadoso.
Finalmente, sería en la gran Sicilia plural y múltiple donde el latín vulgar dejaría de ser tal y comenzaría su transformación en el italiano, llevado y utilizado por hombres cultos de Toscana, lo que daría lugar en el trecento a la obra excelsa de Dante Alighieri (1265-1321) y Francesco Petrarca (1304-1374).

Los hijos de Federico
Uno de los numerosos hijos que tuvo Federico fue Enzio (1224-1272), un hombre muy perspicaz y valiente. «Federico II, eficazmente ayudado por su hijo Enzio, dio una vez más pruebas de su energía y habilidad… El Papa convocó en un Concilio en Roma para condenar solemnemente a su enemigo, reuniéndose todos los prelados en Génova, donde se embarcaron con su séquito en 27 naves, pero Enzio les salió al encuentro con su flota (3 de mayo de 1241) y se apoderó de 22 navíos, haciendo prisioneros a 100 cardenales, arzbispos, obispos, abades y a 4000 ciudadanos genoveses, sin contar otros 2000 que se ahogaron» (Enciclopedia Espasa-Calpe, Madrid, 1993, tomo 23, pág. 524). Enzio fue uno de los más famosos jefes del partido gibelino (italianización del nombre Waiblingen, un señorío de los Hohenstaufen; facción opuesta a los güelfos, a su vez corrupción de Welf, los duques de Sajonia y Baviera favorables a Roma) que apoyaba incondicionalmente a los Hohenstaufen contra el papado. Capturado en 1249, fue confinado de por vida en el palacio del podestá (gobernador) de Bolonia.
El hijo favorito de Federico y príncipe heredero fue Conrado IV Hohenstaufen, nacido en 1228. Rey de Germania (1237-1254), fue el último gran emperador de la dinastía Hohenstaufen del Sacro Imperio Romano Germánico. Al morir Conrado, en 1254, Manfredo (1232-1266), otro hijo de Federico II, se adjudicó la regencia de Sicilia en nombre de su sobrino, el infante Conradino (Conrado II de Sicilia). El papa Alejandro IV le excomulgó y otorgó esa dignidad al hijo de Enrique III de Inglaterra, Edmundo, en 1255.
Manfredo entonces derrotó con la ayuda de los musulmanes mamelucos a las tropas pontificias en el año 1257 y se convirtió en señor de Nápoles y Sicilia. Fue coronado en Palermo el 10 de agosto de 1258, tras los rumores del fallecimiento de Conradino. Entonces fue excomulgado de nuevo por el papa Alejandro IV, esta vez por«servir los intereses de los herejes sarracenos» (nombre con el que los europeos bajomedievales designaban a los musulmanes y que parece provenir del término árabesharqiyyín: “orientales”).
Más tarde, Manfredo, aliado con los gibelinos, derrotó a los güelfos en Montaperti en el año 1260 y conquistó la Toscana. Fortaleció su posición al prometer en matrimonio a su hija Constanza con el infante Pedro de Aragón, futuro Pedro III de Aragón. Pero su excomunión fue renovada por el nuevo papa Urbano IV el cual, considerando que debía ser anulado el acuerdo entre Alejandro IV y Edmundo, ofreció la corona de Sicilia a Carlos de Anjou. Manfredo murió el 26 de febrero de 1266 en la batalla de Benevento, en el reino de Nápoles, peleando contra las fuerzas francesas y pontificias.

El sirio Ÿamaluddín Muhammad Ibn Uasil (1207-1298), diplomático y jurista, dejó una crónica del período ayyubí y del comienzo de la era mameluca llamada Mufarriÿ al-kurub fi ajbar bani Ayyub(ed. H.M. Rabie, El Cairo, 1979). En 1261 fue enviado como embajador del sultán mameluco Baibars (1223- 1277) a la ciudad italiana de Barletta (a mitad de camino entre Foggia y Bari), a entablar una alianza con Manfredo. Ibn Uasil describe a Manfredo como «un hombre distinguido, amante de las ciencias especulativas que conocía a fondo las diez proposiciones del Libro de Geometría de Euclides».

Un precursor del empirismo y la modernidad
Federico fue un defensor del libre albedrío y de la investigación de las ciencias basada en la experiencia. La gran escuela de Salerno, protegida por el emperador, renovaba para el Occidente los estudios médicos, según los métodos de la ciencia musulmana, la observación directa de los órganos y las funciones del cuerpo humano, la búsqueda de las plantas saludables, el análisis de los venenos, el experimento de las aguas termales, los secretos de la dieta. En el centro salernitano estudiaban hombres y mujeres (algo inimaginable en el resto de Europa) las enseñanzas y métodos de los médicos del Islam: ar-Razí o Razes (844-926), Abu Yaqub Ishaq Ibn Suleiman al-Israilí (855-955), Alí Ibn al-Abbás al-Maÿusí (m. 994), el Haly Abbás de los latinos, Ibn al-Ÿazzar (931-1009), Abulcasis (936-1013) y Avicena (980-1037).
Federico restableció el reglamento de los emperadores romanos que prohibía la medicina a quienes no hubieran rendido examen y obtenido la correspondiente matrícula. Fijó en cinco años el curso de medicina y cirugía. Hizo estudiar las propiedades de los manantiales calientes de Puzzuoles. El mismo daba prescripciones a sus amigos e inventaba recetas. Le traían de Asia y de Africa los animales más raros y estudiaba sus costumbres: el libro De arte venandi cum avibus que se le atribuye, es un tratado de cetrería inspirado en fuentes árabes, sobre anatomía y educación de las aves de caza.
Parecer ser que criaba niños en el aislamiento para ver qué idioma inventarían, el hebreo, el griego, el árabe, el latín, o el idioma de sus padres, según lo detalla el fraile franciscano Salimbene di Adam (1221-1290) en su crónica XII scelera Friderici imperatoris escrita en 1248. Por ejemplo, hacía sondar por sus buzos los remolinos del estrecho de Messina; se preocupaba de la distancia que separa la tierra de los astros. Los monjes se escandalizaron por esta curiosidad universal; veían en ella señales de orgullo y de impiedad; Salimbene la califica con inefable desdén, de perversidad maldita, de presunción malvada, de locura (Crónica, 169, 170, escrita entre 1282-1290).
A la Edad Media no le agradaba que se escrutara demasiado de cerca las profundidades de la obra divina, que se investigaran los secretos de la vida humana o los de la máquina celeste. Las ciencias de la naturaleza le parecían sospechosas de maleficio o hechicería. Italia, internada por los Hohenstaufen en las sendas de la observación experimental, debía ser largo tiempo todavía la única provincia de la cristiandad donde el hombre contemplara, sin inquietud, tanto los fenómenos y las leyes del mundo visible como del oculto.
La asimilación y aplicación por parte de Federico de los principios racionalistas de Averroes explica las motivaciones de semejante praxis. Para el filósofo cordobés fe y razón son una armonía y no los opuestos que concebía la miopía escolástica de la Alta Edad Media: «Que la revelación invite a considerar por la razón (bi-l-aql) los seres existentes y a buscar por medio de ella su conocimiento, es cosa bien manifiesta en más de una aleya del Libro de Dios. Así, por ejemplo, dice: “Considerad, ¡oh vosotros, los que tenéis entendimiento” (Corán, 59-2). Este es un texto que prueba la necesidad de emplear el raciocinio intelectual (al-qiyas al-‘aqlí), o el racional y el religioso a la vez (al- ‘aqlí wa-l-shar’í ma’an). Asimismo, dice en otro lugar: “Y porqué no ponen su atención en el reino de los cielos y de la tierra y en lo que Dios creó” (Corán, 7- 184). Este es también un texto que exhorta al estudio reflexivo sobre todos los seres» (Fasl al-Maqal, “Doctrina decisiva y fundamento de la concordia entre la revelación y la ciencia”; trad, castellana por M. Alonso: La teología de Averroes, CSIC, Madrid, 1947, págs. 150-151).
El 13 de diciembre de 1250 Federico II fallecía en el castillo de Fiorentino (Apulia). «La túnica con la cual fue sepultado, estaba bordada en oro con inscripciones arábigas» (Emir Emin Arslan: Los Arabes, Sopena, Buenos Aires, 1943, pág. 102). Véase Eugenio Montes: Federico II de Sicilia y Alfonso X de Castilla, Madrid, 1943.

Siger de Brabante
El filósofo belga Siger de Brabante (¿1235?-1281/84), sacerdote secular, era un hombre muy sabio. Los fragmentos subsistentes de sus obras citan a al- Kindí, al-Farabí, al-Gazalí, Avicena, Avempace, Ibn Gabirol, Averroes y Maimónides. En una serie de comentarios sobre Aristóteles y en un opúsculo de controversia llamado «Contra esos hombres famosos en filosofía, Alberto y Tomás», Siger sostenía que san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino interpretaban falsamente al filósofo griego y que Averroes lo hacía correctamente. Que Siger tenía muchos seguidores en la Universidad de París se deduce de la presentación de su candidatura al rectorado en 1271, aunque no prosperó. Nada puede probar mejor la fuerza del movimiento averroísta en París que los repetidos ataques de Etienne Tempier, obispo de la ciudad a orillas del Sena. En octubre de 1277 Siger fue condenado por la Inquisición.

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Sus últimos días transcurrieron en Italia como preso de la curia romana. Entre 1281 y 1284 fue acuchillado en Orvieto (Umbría) por su amanuense, calificado como un monje «medio loco» por la versión eclesiástica. Hay razones para creer las versiones de diversos historiadores que señalan la complicidad de la curia en la muerte de Siger.

Franciscanismo e Islam
Cuando a fines de agosto de 1219, la quinta cruzada acosaba la ciudad egipcia de Damietta, en el delta del Nilo, se produjo un memorable encuentro entre el ilustre religioso italiano San Francisco de Asís (1182-1226) y el sultán al-Kamil, quien, como ya vimos, más tarde haría la alianza con Federico II. «Horrorizado por la furia con que los cruzados mataban a la población musulmana en la toma de Damietta, Francisco regresó a Italia enfermo y entristecido» (P. Sabatier: Life of St. Francis of Assisi, Nueva York, 1909, pág. 229). A partir de entonces, franciscanos y musulmanes protagonizarían una relación fructífera en intercambios de la que abundan ejemplos singulares (cfr. Maximiliano Roncaglia: St. Francis of Assisi and the Middle East, Franciscan Center of Oriental Studies, El Cairo, 1957).
El teólogo y filósofo inglés Alexander de Hales (1170 a 1185-1245), llamado el Doctor Irrefragabilis, entró en la orden franciscana en 1236, y fue uno de los primeros escolásticos que aceptó la influencia de la filosofía islámica. Su discípulo, Jean de la Rochelle (m. 1245), catedrático de la Universidad de París, profundizó los estudios sobre el Islam y adoptó postulados averroístas.
El sabio inglés y sacerdote franciscano Roger Bacon (1214-1294), llamado el Doctor Mirabilis, dice: «La filosofía fue renovada principalmente por Aristóteles en lengua griega, y después por Avicena en lengua árabe».
El franciscano Ramon Llull o Raimundo Lulio (1235-1316), gran conocedor de la lengua y la cultura árabes, preconizó la creación de un centro de estudios islámicos para la enseñanza de misioneros en Roma. Roger Marston, otro franciscano inglés, que estudió en París, y que fue profesor en Oxford, también aceptó la noción aviceniana de la inteligencia activa, y al igual que Bacon, la identificó con el Dios que había inspirado e iluminado el alma de San Agustín (354-430). Es en conexión con Marston y sus ideas, como el filósofo y medievalista francés Etienne Gilson (1884-1978) crea la acertada expresión de «agustinismo avicenizante» (cfr. E. Gilson:Roger Marston: Un cas d’agustinisme avicennisant, Arch. d’hist. doctr. et litter., París, 1933).
Un caso excepcional es el misionero franciscano Oderico da Pordenone (1265- 1331), nativo del Friul. Sus travesías por países musulmanes y el Oriente son tan fabulosos como reales. Viajero incansable durante casi dieciséis años (1314-1330) y contemporáneo de Ibn Battuta (1304-1377), con quien estuvo muy cerca de encontrarse, recorrió en su itinerario de ida desde Italia, Turquía,

Irán (Sultaniyya, Kashán, Yazd, Shiraz y Ormuz), India (Malabar), Sumatra, Java, Borneo y China; volviendo a través del Tibet, el Jorasán y Armenia. Sus libro de viajes fue plagiado en gran parte por un aventurero de dudoso origen llamado Sir John Mandeville o Jean de Bourgogne (Saint Albans, 1300-Lieja, 1372) que escribió una crónica, aunque parece que fue un impostor y nunca viajó al Oriente (cfr. Oderico da Pordenone: Relación de Viaje, Introducción y notas de Nilda Guglielmi, Editorial Biblos, Buenos Aires, 1987; The Travels of Sir John Mandeville, Penguin, Londres, 1983).
Uno de los franciscanos que orientaron su atención, gracias a la obra de Llull, hacia la fe y el pensamiento del Islam, fue el célebre Fray Anselmo Turmeda (1352-1432). Nacido como su maestro en la isla de Mallorca, se hizo musulmán con el nombre de Abdallah al-Tarÿumán (“El traductor”) y fijó su residencia en Túnez. Hacia 1420 escribió un libro apologético del Islam que fue traducido al castellano del árabe por Míkel de Epalza, con el título Fray Anselm Turmeda (‘Abdallah al-Tarÿumán) y su polémica islamo-cristiana, Hiperión, Madrid, 1994. «Hacia 1432 murió entre los musulmanes con fama de virtuoso. Siendo sepultado honoríficamente, y conservando todavía hoy su sepulcro un prestigio de santidad que le hace meta de visitas y peregrinaciones» (cfr. Cristóbal Cuevas: El pensamiento del Islam. Contenido e Historia. Influencia en la Mística española, Istmo, Madrid, 1972.
Otro franciscano lulista fue Fray Raimundo de Sabunde (m. 1436), que estudió las obras de Averroes e Ibn al-Arabi.
Peregrinos de Occidente: desde Jacobo de Ancona a Ludovico Vertomano
La aventura, la curiosidad, la búsqueda del conocimiento, la redención y la piedad fueron motores de numerosos europeos medievales y renacentistas para incursionar en el Oriente, cercano, medio y lejano.
Uno de ellos fue el hasta ahora desconocido Jacobo Ben Salomón de Ancona (1221-1281?), un mercader judío italiano que realizó entre 1270 y 1273 un gigantesco itinerario desde su nativa Ancona (Italia), pasando por Ragusa (Dubrovnik), Creta, Rodas, Damasco, Bagdad, Basora, Cormosa (Ormuz, hoy Bandar Abbás, Irán), Cambay (Gujarat, India), Ceilán (Sri Lanka), Singapur, hasta la impensable Zaitún (hoy Chuan-chow o Quangzhou, más conocida como Cantón), el puerto más importante del Lejano Oriente en poder del mongol Kublai Jan (1215-1294), un soberano budista muy tolerante con todas las creencias y mecenas de la literatura y las artes. Jacobo hizo su trayecto de regreso volviendo sobre sus pasos hasta el Océano Indico pero desviándose luego hacia el suroeste, cruzando por Adén, el Mar Rojo, El Cairo, Alejandría hasta su Italia natal. Su epopeya es anterior a los viajes de Marco Polo (1271- 1295), Oderico da Pordenone (1265-1331) y de Ibn Battuta (1325-1349), quienes también llegaron hasta la lejana Zaitún (en árabe significa olivo), llamada «La ciudad de la luz»: «La rada de Zaitún es una de las mayores del mundo o —mejor dicho— la mayor. Allá vi cien enormes juncos, aparte de incontables embarcaciones menores. Es una inmensa bahía que penetra en tierra hasta confundirse con el gran río (Sikiang, “río del oeste”, 2.100 km). En este lugar, como en toda China, cada habitante dispone de un huerto en cuya mitad tiene la casa, lo mismo que, entre nosotros, sucede en Siÿilmasa. Por eso sus ciudades son tan extensas. Los musulmanes habitan en una ciudad separada» (Ibn Battuta: A través del Islam, Alianza, Madrid, 1988, págs. 725- 726). La historia de Jacobo de Ancona fue descubierta e investigada por el erudito judío británico David Selbourne y nos permite acceder a detalles poco conocidos del mundo islámico del siglo XIII (cfr. David Selbourne: The City of Light. Jacob d’Ancona, Little, Brown and Company, Londres, 1997).

En agosto de 1384 trece florentinos emprendieron el camino a Tierra Santa. Uno de ellos fue Simone Sigoli que nos brinda este testimonio de Damasco: «Ahora bien, pensad qué noble cosa debe ser ver todo esto; algo que la lengua no podría describir ni pensar el corazón». Su compañero Leonardo Frescobaldi al hablar del mar de Galilea subraya que no tiene agua salada, sino «dulce, fina y buena para tomar, casi como la de los lagos de Italia». Sobre Damasco agrega: «Allí se encuentran, entre otras flores, violetas y rosas más odoríferas que las nuestras». Al mencionar de la ciudad palestina de Gaza dice que es «muy industriosa, allí se realizan las más finas piezas de vidrio» (cfr. Visit to the Holy Places of Egypt, Sinaï, Palestine and Syria in 1384, by Frescobaldi, Gucci and Sigoli. Traducida del italiano por Theopilus Bellorini y eugene Hoade, Franciscan Press, Jerusalem, 1948; Nilda Guglielmi: Guía para viajeros medievales. Oriente. Siglos XIII-XV, Programa de Investigaciones Medievales. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Buenos Aires, 1994, págs. 70 y 103).
Niccoló dei Conti (1379-1469), por su parte, salió de Venecia en 1414 y visitó Damasco, Bagdad, Cambay, el Decán, Coromandel, Ceilán, Sumatra, Java, hasta Ava (sobre el río Irrawaddy, a 10 km al suroeste de Mandalay, capital hasta 1783, hoy en ruinas) en Birmania, retornando por el valle del Ganges, Adén, Ÿidda (Arabia) y El Cairo, llegando a Venecia en 1444. Durante su viaje de casi treinta años en Oriente logró conocer profundamente la cultura y la fe islámica y se hizo musulmán. Como pena de haber renunciado al cristianismo, fue obligado por el Pontífice Eugenio IV (1383-1447) a relatar al secretario papal, el humanista Gian Francesco Poggio Bracciolini (1380-1459), los sucesos de su derrotero, los cuales se publicaron en 1723 con el título Historiae de varietate fortunae (cfr. Girolamo Adorno y Girolamo da Santo Stefano: Viaggi in Persia, India e Giava di Niccolò dei Conti. a cargo de Mario Longhena, Milán, sin fecha).
Ludovico Vertomano o Vartomanus —también Varthema o Bartema— (1470- 1510?) fue un gentilhombre oriundo de la ciudad de Roma y el primer cristiano que visitó La Meca y Medina. En 1503 salió de Venecia a Alejandría, pasando por Trípoli, Antioquía, Damasco (8 de abril). Vertomano en su relación de viaje calcula que la caravana de peregrinos damascenos estaba integrada por cuarenta mil almas y treinta y cinco mil camellos con una escolta de tres companías de guerreros mamelucos que tuvieron que estar combatiendo durante todo el camino hacia las dos Ciudades Santas contra los beduinos del desierto hiÿazi, abatiendo a numerosos enemigos, y sufriendo leves bajas. «Si alguno preguntara —dice el autor— cuál fuese la causa de hacer este viaje, ciertamente no podré darle mejor razón que el ardiente deseo de conocer, que a tantos otros movió a ver el mundo y los milagros de Dios que lo conforman» (Navigation & Voyages of Lewes Werthomanus to the regions of Arabia, Persia, Egypt, Syria, Ethiopia, and East India, both within and without the River of Ganges, containing many notable and strange things both Historical and Natural. Traducida por Richard Eden, Londres, 1576). Esta declaración es una de sus tantas imposturas, pues Vertomano era un mercenario al servicio del colonialismo portugués como veremos. Luego de fingir realizar las ceremonias de la peregrinación (haÿÿ) en Medina y La Meca, escapó hacia el puerto de Ÿidda sobre el Mar Rojo y embarcó hacia Irán. Tras sufrir distintas peripecias en Yemen y Adén llegó al Golfo Pérsico donde es evidente que hizo un relevamiento de las defensas del puerto iraní de Ormuz que sería atacado y conquistado por los portugueses en 1514 hasta que fueran desalojados por el ejército (integrado por muchos armenios) del safaví Abbás el Grande en 1622. Vertomano se dirigió entonces a la India y al archipiélago malayo donde también llevó a cabo tareas de espionaje contra los musulmanes en Sumatra, Java, Borneo, hasta las Molucas (las islas de las codiciadas especias), examinando cuidadosamente la plaza fuerte del sultanato de Malaca (en el actual Singapur), que sería capturada por Alfonso de Albuquerque (1453-1515) en 1511 y retenida hasta 1641, cuando el dominio lusitano sería reemplazado por el holandés (cuya importancia estratégica no pasó por alto a los ingleses que la ocuparon entre 1795-1965). El escritor austríaco de origen judío Stefan Zweig (1887-1942) nos narra una de las colaboraciones de Vertomano a la corona lisboeta: «A la vuelta, disfrazado de monje mahometano, se entera en Calicut (en la actual Kerala, sobre la costa de Malabar, India), por boca de dos cristianos renegados, del planeado ataque del zamorín (príncipe) contra los portugueses. Animado de solidaridad cristiana, corre a reunirse con los lusos… Cuando el 16 de marzo de 1506 los doscientos barcos del zamorín esperan caer por sorpresa sobre los once de los portugueses, éstos ya están dispuestos para la defensa» (S. Zweig: Magallanes. Historia del primer viaje alrededor del mundo, Editorial Juventud, Barcelona, 1990, pág. 34).
Vertomano retornaría a Europa en 1507 vía el Cabo de Buena Esperanza, ignorándose la suerte que corrió después de 1510.

Veamos cuál era la naturaleza de la conquista portuguesa de los sultanatos islámicos de la India e Indonesia a través de la óptica objetiva del historiador alemán Georg Friederici: «Cuando Albuquerque tomó Goa y envió a sus soldados a saquear la ciudad, dio orden —que aun tenemos y que además está explicada de su puño y letra— de cazar por toda la isla a los musulmanes: hombres, mujeres y niños, y matarlos a todos, pues era su voluntad que no quedase una sola alma musulmana con vida. La cacería humana duró cuatro días y cuatro noches, y su resultado fue la matanza de 6.000 hombres, mujeres y niños… Albuquerque dejó con vida a los hindúes. Sin embargo, hizo que fueran entregados los musulmanes refugiados entre aquéllos, y los encerró en mezquitas con todos los que, por casualidad, habían escapado a la muerte, después de lo cual ordenó quemarlos vivos… Albuquerque hizo castrar, cortarles las orejas, la nariz, la mano derecha y el pulgar de la izquierda a los renegados que había capturado al tomar Benjarmasín(asentamiento musulmán en Borneo), pero que se había comprometido a dejar con vida de acuerdo con las condiciones de capitulación. Fuera de eso, acostumbraba quemarlos vivos. Así procedían Almeida y Albuquerque, los más altos dirigentes de la conquista portuguesa en Oriente» (G. Friederici: El carácter del descubrimiento y de la conquista de América, 3 vols. Vol. I, Los Portugueses, FCE, México, 1987, págs. 71-72). Veáse también sobre el particular el excelente estudio del historiador y diplomático indio Kavalam Madhava Panikkar (1895-1963): Asia y la dominación occidental. Un examen de la historia del Asia desde la llegada de Vasco da Gama (1498-1945), 1a parte: “La edad de la expansión 1498-1750”. I. La India y el Océano Índico, Eudeba, Buenos Aires, 1966, págs. 3-54.

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Los jesuitas y el Islam
Los jesuitas, como los franciscanos, recibieron múltiples influencias del Islam debido principalmente a sus permanentes contactos con el mundo oriental. Misioneros jesuitas como el español San Francisco Javier (1506-1552) y el italiano Matteo Ricci (1552-1610) estudiaron las doctrinas y la cultura musulmana, especialmente durante sus estadías en la India. La Compañía de Jesús se expandió por todo el Asia y por las costas de África, especialmente a partir de fines del siglo XVI, y el Islam y los musulmanes fueron una constante en su horizonte. Jesuitas eminentes se convirtieron en expertos arabistas e islamólogos, siendo el más sobresaliente de todos ellos Miguel Asín Palacios (cfr. Miguel Batllori: La cultura hispano-árabe-italiana de los jesuitas expulsos, Madrid, 1966). El propio fundador de la orden, San Ignacio o Iñigo de Loyola (1491-1556), recibió todo tipo de influencias islámicas, especialmente durante su peregrinación a Jerusalén en 1523-24. El sacerdote y periodista francés Victor Charbonnel (Murat 1863-París 1926) escribió un interesante artículo titulado L’Origine musulmane des jésuites, en Revue des Revue No 19, París, octubre 1899, págs. 333-352.

Embajadores y cardenales
De los multifacéticos aspectos del mundo musulmán a comienzos del siglo XV, especialmente de los timuríes convertidos al Islam y sus ciudades rebosantes de cultura y ciencia como Samarcanda y Bujará, se hizo eco el embajador español Ruy González de Clavijo (m. 1412), enviado por Enrique III de Castilla a la corte de Tamerlán entre 1403 y 1406, en la relación escrita de su viaje (R.G. de Clavijo:Embajada a Tamerlán, CSIC, Madrid, 1943; R.G. de Clavijo: Relación de la Embajada de Enrique III al Gran Tamorlán, Espasa- Calpe Argentina, Buenos Aires, 1952).
En 1454, Juan de Segovia (1400-1458) trató de realizar una serie de conferencias con los fuqahâ’ (sabios musulmanes) y hacia 1456 tradujo el Sagrado Corán por primera vez al castellano, con la ayuda de un morisco, Isa ibn Ÿabir (cfr. Darío Cabanelas Rodríguez: Juan de Segovia y el problema islámico, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1998).
En 1461, el cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) escribió una presentación del Corán desde un punto de vista muy avanzado para su tiempo. Entre 1586 y 1610, el cardenal Fernando de Médicis (1549-1609) hizo imprimir por primera vez en árabe una serie de obras de importantes autores musulmanes, como Avicena y al-Idrisí, ya disponibles en latín.
A partir de esta época, los estudios sobre el Islam se extendieron por toda Europa. En Italia, encontraremos a Andrea Alpago (m. 1520) dedicado, enteramente, a nuevas traducciones de Avicena, Averroes y otros pensadores musulmanes.

Miguel Servet
El médico y teólogo español Miguel Servet (1511-1553) fue un estudioso de los místicos del Islam y de pensadores judíos como el granadino Moshé Ibn Ezra y el cordobés Maimónides.
Ejerció la medicina en Francia, en Charlieu, Lyon y Vienne y logró observar la circulación de la sangre gracias a sus estudios del tratado de Ibn Nafís (1210- 1288). Conoció personalmente al intolerante teólogo francés Jean Calvino (1509-1564), con quien discutió sobre religión y se enemistó profundamente. En su tratado de teología Christianismo restitutio (1553), Servet niega la doctrina trinitaria argumentando que para él la Santísima Trinidad no era más que tres modos de distintos de la manifestación del Ser Absoluto.
«El unitarismo antitrinitario de Servet, aparte de las razones antes expuestas, vuelve a coincidir con el pensamiento musulmán…»
«La fama de islamizante de Miguel Servet hubo de hallarse muy extendida en su tiempo, como se deduce del hecho de que en el juicio que se le siguió en Ginebra, concretamente en la sesión del 23 de agosto de 1553, el procurador general le preguntara entre otras cosas: «¿Por qué había leído el Corán?» (Cristóbal Cuevas: El pensamiento del Islam, Istmo, Madrid, 1972, págs. 306-307)
A causa de este libro, Calvino enfurecido por la falta de argumentos para refutarlo, denunció a Servet al gran inquisidor de Lyon. Y aunque Servet logró escapar durante un tiempo, fue reconocido en Ginebra donde Calvino lo hizo detener bajo la acusación de heresiarca. Servet fue llevado ante un tribunal que más tenía que ver con una farsa que con la justicia. Así, en poco tiempo fue condenado a morir quemado vivo, sentencia que se llevó a cabo en Champel, cerca de Ginebra.

La Ilustración fascinada
Con la multiplicación de los intercambios diplomáticos entre la corte de Luis XIV (1638-1715), «le Roi-Soleil», y los soberanos mogoles, persas y turcos, el Islam se presentó como un universo encantado y misterioso para la imaginación europea. Fue la época en que comenzaron las costumbres, la moda y la música «a la turca». El dramaturgo y actor francés Jean Baptiste Poquelin, llamado Molière (1622-1673)—inspirado en las características de dos embajadas otomanas llegadas a París en 1640 y 1669—, se complacerá en poner en escena a «El burgués gentilhombre» (1670), fascinado por el «Gran Mamouchí», a quien intentará imitarle el vestuario. (cfr. C.D. Rouillard: The Turk in French History, Thought and Literature, 1520-1660, París, 1941).

En cuanto esto, Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu (1689-1755), autor de las «Cartas persas» (1721), se preguntará, no sin cierta ironía: «¿cómo podemos ser persas?». Este renombrado filósofo francés quedó gratamente sorprendido por la personalidad y las actividades del embajador iraní Muhammad Reza Beg, enviado a París en 1714 por el shah safaví Husain (gob. 1694-1722), fenómeno analizado por M. Herbette: Une Ambassade Persane sous Louis XIV, París, 1907. En su obra, Montesquieu describe el viaje imaginario de dos persas (Usbek y Rica) a París en los últimos tiempos del reinado de Luis XIV. Estos supuestos viajeros exponen a sus amigos de Persia, en estilo epistolar, comentarios sobre las costumbres, leyes
e instituciones francesas. Con curiosidad y sin prejuicios, los dos persas observan ingenuamente los salones, los cafés, los teatros, la corte, la iglesia…, lo que da pie al autor para realizar una inteligente sátira, una audaz e ingeniosa crítica, de su país y de sus conciudadanos. (cfr. Montesquieu: Cartas persas, Alba, Madrid, 1997).
El conocimiento del mundo otomano y de Irán fue ampliado también en el siglo XVII por obra de algunos viajeros como Pietro Della Valle (1586-1652), llamado Oleanus, que llevó a cabo las primeras traducciones persas al alemán.
En Francia, la época de las Luces auspició un estudio más objetivo de la civilización islámica. Publicada en 1697, la Bibliothèque orientale del sabio francés Barthélemy d’Herbelot (1625-1695) constituyó la primera enciclopedia de historia y cultura musulmanas redactada a partir de fuentes árabes, turcas y persas.
Iniciada en 1704, la edición de “Las mil y una noches” (Alf laila ua laila), traducidas al francés por Antoine Galland (1646-1715), despertó una vasta y un tanto excesiva y deformada fascinación por el Oriente, en particular el mundo árabe-islámico; la obra no tardó en ser traducida a las restantes lenguas europeas. También en el siglo XVIII el abogado inglés George Sale (1697- 1736) publica en 1734 una notable traducción del Corán con excelentes notas y documentos.
Es muy original la historia del noble y militar francés Claude–Alexandre, Conde de Bonneval (1675-1747). Entre 1691 y 1704 revistó en el ejército francés, siendo ascendido a coronel de artillería (1701). Luego de ser juzgado injustamente en una corte marcial, por una supuesta ofensa contra la favorita del rey Luis XIV, Françoise d’Aubigné, Madame de Maintenon (1635-1719), abandonó Francia y hacia 1729 llega a Estambul y se convierte al Islam con el nombre de Ahmad. Entra a servir en el ejército otomano con la jerarquía de pashá y el rango de comandante de artillería. Se destacó en la guerra contra Rusia (1737-1739) y Persia (1743-1746).

Pintores y músicos
El neerlandés Rembrandt (1606-1669) fue el primer pintor occidental que se interesó por el arte islámico lo suficientemente como para hacer copias de algunas miniaturas que llegaron a Holanda procedentes de la corte mogola (retratos de Akbar y su hijo Ÿahanguir), que hoy se pueden ver en el Museo Boymans Van Beunigen de Rotterdam.
Otros pintores como el alemán Albrecht Dürer o Alberto Durero (1471-1528) y el francés Jean-Antoine Watteau (1684-1721) tendrán influencias del arte islámico y las reflejarán en sus obras. Igualmente, músicos eximios como Jean Baptiste Lully (1632-1687), François Couperin «Le Grand» (1668-1733), Christoph Willibald Gluck (1714-1787), Wolfgang Amadeus Mozart (1756- 1791), Michael Haydn (1737-1806) y Ludwig van Beethoven (1770-1827), harán música «alla turca», a partir de los parámetros de la música otomana y de las cadencias de las bandas militares de los jenízaros. Más tarde, compositores como los italianos Cherubini (1760-1842) y Rossini (1792-1868), los franceses Bizet (1838-1875), Delibes (1836-1891), Chabrier (1841-1894), Massenet (1842-1912) y Ravel (1875-1937), los rusos Borodin (1833-1887), Rimski-Korsakov (1844-1908), e Ippolitov-Ivanov (1859-1935), los españoles Isaac Albéniz (1860-1909), Enrique Granados (1867-1916) y Manuel de Falla (1876-1946), el húngaro Bela Bartok (1881-1945), el inglés Albert William Kètelbey (1875-1959) —autor de «En un Mercado Persa»—, y el armenio Aram Ilich Khachaturian (1903-1978), trasuntaron en sus obras fuertes influjos musicales del mundo musulmán.
Giuseppe Donizetti, un hermano del compositor Gaetano Donizetti (1797-1848), fue enviado a Estambul en 1827 por un acuerdo entre las autoridades otomanas y sardas para que un músico europeo se hiciera cargo de la enseñanza musical de un grupo de instrumentistas turcos. Donizetti en poco tiempo fue designado como encargado de la escuela imperial otomana de música y creó un nuevo estilo en las bandas militares otomanas incorporando tambores y trompetas. Por sus méritos el lombardo logró el título de miralay y más tarde de pashá. Donizetti organizó una orquesta para tocar frente al sultán Mahmud II (1785-1839). En un libro publicado en 1832, un viajero inglés da su impresión sobre este conjunto: «… fue un inesperado obsequio para mí, en los bancos del Bósforo, escuchar la música de Rossini, ejecutada honrosamente por el profesor, Signore Donizetti. Al llegar al embarcadero de palacio, encontramos a la banda que estaba tocando. Me sorprendió cuán jóvenes eran los instrumentistas, y más aun que fueran todos ellos miembros de la corte, educados para entretener al sultán. Su capacidad de aprendizaje, la cual Donizetti me informó que hubiera sido excepcional incluso en Italia, demuestra que los turcos son músicos por naturaleza» (A. Slade: Records of Travel in Turkey, Greece…, Londres, 1832, págs. 135-36).

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ORIENTALISTAS Y ROMANTICOS:
DE GOETHE A NAPOLEON
Un intelectual inglés como William Beckford (1760-1844) escribirá una novela inspirada en temas musulmanes como Vathek (Oxford University Press, Oxford, 1988 y Alianza, Madrid, 1993), y el alemán Christoph Friedrich Bretzner (1746-1807) en su Belmonte y Costanza (1781) introducirá a Bassa Selim, un musulmán que representa a esa humanidad sincera que no se encuentra entre los europeos. Sobre ese argumento de Bretzner crearía Mozart, en una
adaptación libre, una pieza cantada en tres actos, el célebreRapto del serrallo (1782).

Goethe
En Alemania, el escritor y poeta Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) publicó en 1773 su poema «Mahoma», en el que incluye como personajes al Santo Profeta del Islam, a su yerno y sucesor Alí Ibn Abi Talib, y a su hija Fátima. Para la construcción de esta obra, Goethe utilizó como fuentes el libro de Jean Gagnier (1670-1740) La vie de Mahomet (Amsterdam, 1732), y la tragedia de Voltaire (1694-1778) Mahomet (París, 1741). Ya antes de esta realización, en junio de 1772, escríbele Goethe a su amigo el polígrafo Johann Gottfried Herder (1744-1803) desde Wetzlar:«Siéntome tentado a pedirle a dios como Moisés en el Corán.. Señor, hazme espacio en mi menguado pecho». Su extenso y polifacético «Diván de Oriente y Occidente» trasunta un reconocimiento de la sabiduría coránica y la mística de los poetas musulmanes como Firdusí, Rumí, Hafiz y Sa’adi (Véase J. W. Goethe, Obras Completas, tomos 1 y 3, Aguilar, Madrid, 1987).
El 12 de junio de 1755 la prusiana Universidad de Königsberg (Kaliningrad, Rusia, a partir de 1946) otorgó a Emmanuel Kant (1724-1804) el título de Doctor en Filosofía. En su diploma figura un encabezamiento en árabe; se trata de la primera aleya del Sagrado Corán: «En el Nombre de Dios, Graciabilísimo, Misericordiosísimo». Este testimonio documentado demuestra la profundidad de la penetración de la ciencia y el pensamiento islámicos en Europa, en lugares tan recónditos como la Prusia oriental (cfr. Martínez Montávez y Ruíz Bravo-Villasante: Europa Islámica. O. cit., pág. 128).
El conde polaco Jan Potocki (1761-1815), curioso e infatigable viajero, recorrió grandes regiones del mundo musulmán, desde Marruecos al Cáucaso, pasando por Egipto y Turquía, aportando interesantes descripciones en sus libros de viajes (cfr. Jan Potocki: Viaje al Imperio de Marruecos, Laertes, Barcelona, 1991; Viaje a Turquía y Egipto, Laertes, Barcelona, 1992; Viaje a las estepas de Astracán y del Cáucaso, Laertes, Barcelona, 1994). Más tarde, sería imitado por el novelista francés Gustave Flaubert (1821-1880) con su Viaje al Oriente (Cátedra, Madrid, 1993).

Napoleón Bonaparte
Una traducción del Corán al francés por el viajero Claude Savary (1750-1788) —public. por la Edit. “El Nilo”, Bs. As., 1944—, y una «Vida de Mahoma» (Amsterdam, 1731) del historiador Henri de Boulainvilliers (1658-1722) despertarían una admiración del Islam por Napoleón Bonaparte (1769-1821) que se mantendría hasta sus últimos días en Santa Helena. Durante todo el tiempo que duró la primera campaña de Italia (1796), Bonaparte utilizó su tiempo libre en leer libros de autores musulmanes. Vale la pena señalar que años después se descubrió que casi todos los volúmenes de la célebre biblioteca de Milán referidos al Islam y a Oriente llevaban notas de puño y letra del estratega corso. «El mismo Napoleón no sólo hacía la Historia, también la pensaba, la del pasado, más que la del presente, y cada uno de sus juicios demuestra una precisión infalible» (Hichem Djaït: Europa y el Islam, Libertarias/al-Quibla, Madrid, 1990, pág.230). Así gustó decir:«El Islam conquistó la mitad del globo en sólo diez años, mientras el Cristianismo necesitó trescientos años», «No hay más Dios que el Dios de Mahoma y es absurdo creer que tres sean uno», «El justo es una imagen de Dios sobre la tierra», y «Todo proclama la existencia de Dios y sobre esto no es posible dudar» (cfr. Roger Peyre: Napoléon y su tiempo, 2 vols., Vol. 1: Bonaparte, Salvat, Barcelona, 1889; Christian Cherfils: Bonaparte et l’Islam d’après les documents français arabes, A. Pedone, París, 1914).
Uno de sus generales, Jacques François de Boussay, barón de Menou (1750- 1810), —mariscal de campo en 1792 y comandante del Ejército de Oriente entre 1800-1801—, se convirtió al Islam en Egipto y adoptó el nombre de Abdallah. En su «Memorial de Santa Helena», Napoleón dice: «El fenómeno más singular de mi reinado es sin duda que el Santo Padre (Pio VIII) fuese recibido en las fronteras por el converso Abdallah Menou» (cfr. Jean Tranié y J.C. Carmigniani: Bonaparte. La campagne d’Egypte, Editions Pymalion/Gérard Watelet, París, 1988; Albert Manfred: Napoleón Bonaparte, Akal, Madrid, 1988, Cap. V: Egipto y Siria, págs. 151-175). Abdallah Menou, por otra parte, editó el primer periódico en lengua árabe en agosto de 1800, titulado «La advertencia» (Al-Tanbih), de efímera duración. Esto abriría el camino para la primera imprenta árabe en Bulaq (Egipto) en 1822; el primer diario oficial: Al-Waqa’i al- misriyya (“Los acontecimientos de Egipto) aparecería el 20 de noviembre de 1928.
El historiador egipcio Sheij Abderrahmán al-Ÿabartí (1753-1825), que fue testigo presencial de la entrada de las fuerzas francesas, aporta cierto datos interesantes de la idiosincracia de los bonapartistas: «Si los musulmanes se acercaban para inspeccionar no les impedían que entrasen en sus lugares más preciados… y si encontraban en el visitante el apetito o el deseo de saber le demostraban amistad y amor y le traían toda suerte de imágenes y mapas, y animales y aves y plantas, e historias de los antiguos y de las naciones y relatos de los profetas… Los visité a menudo, y me mostraban todo eso» (cfr. Abd al-Rahman al-Jabarti:Aÿa’ib al-athar fi’l taraÿim ua’l-ajbar, El Cairo, 1965, vol. 4, pág. 348; Shmuel Moreh: Napoleon in Egypt: Al-Jabarti’s Chronicle of the French Occupation, 1798, Markus Wiener Publishing, Princeton, 1993).

Aubert-Dubayet
Un personaje de excepción fue el general francés Jean Baptiste Annibal Aubert-Dubayet. Nacido en Nueva Orleans (Louisiana) en 1757, participó en la Revolución Americana como teniente a las órdenes del marqués de Lafayette (1757-1834) y luego en la Revolución Francesa desde el comienzo, siendo elegido diputado de Isère en la Asamblea Legislativa. Luego de combatir contra los austríacos y los monárquicos de la Vendée y ser ascendido a general, en 1795 fue nombrado ministro de la Guerra. El 8 de febrero 1796 fue enviado por el Directorio a Estambul como embajador plenipotenciario y asesor militar. Aubert-Dubayet llegó a la «Sublime Puerta» (Bab-i Alí) con un grueso contingente de oficiales de ejército y marina y en poco tiempo abrió varias escuelas y centros de entrenamiento militar para reorganizar las obsoletas fuerzas armadas otomanas, teniendo como hipótesis de conflicto la guerra contra Inglaterra. Aubert-Dubayet aprendió el turco y se dedicó al estudio de diversos temas islámicos; también fundó una biblioteca con 400 libros europeos entre los que se contaba la Grande Encyclopédie, y exigió que los militares otomanos aprendieran el francés. El 17 de diciembre de 1797, Aubert-Dubayet falleció en Estambul, dejando inconclusos sus numerosos planes y proyectos, que teniendo en cuenta la expedición de Bonaparte a Egipto y la India del año siguiente, y el rol preponderante del Imperio Otomano en esa estrategia, muy probablemente hubiesen cambiado el curso de la historia.

Domingo Badía «Alí Bey»
Uno de los viajeros europeos que más recorrió el mundo islámico a principios del siglo XIX fue el catalán Domingo Badía y Leblich (1767-1818). Con el apoyo de Manuel Godoy (1767-1851), primer ministro español y partidario de Bonaparte, y con el propósito de encontrar los mejores caminos para el desarrollo comercial y cultural de España en el mundo islámico, Domingo Badía se inventó una identidad, Alí Bey al-Abbasí, y fingiendo ser musulmán realizó una extenso periplo que lo llevó desde Marruecos a Turquía, pasando por Egipto, Palestina y Siria y que incluyó una peregrinación a La Meca. Por eso se lo conoce como el Burton o el Lawrence español. Cuando estaba llevando a cabo su segunda peregrinación a la ciudad más santa del Islam murió de disentería, a principios de septiembre de 1818, aunque se dice que fue envenenado por medio de una taza de café servida por un agente británico, pues el Gobierno de Londres estaba celoso de la misión que perseguía. Sus «Viajes» se publicaron en alemán, francés, inglés e italiano antes que en castellano (cfr. Alí Bey/Domingo Badía: Viajes por Marruecos, Trípoli, Grecia y Egipto. Prólogo de Juan Goytisolo, Olañeta, palma de Mallorca, 1982; Alí Bey/Domingo Badía: Viajes por Arabia, Palestina, Siria y Turquía, Olañeta, Palma de Mallorca, 1982).

Viajeras distinguidas
Lady Mary Wortley Montagu (1689-1762) fue una poetisa y escritora inglesa del siglo XVIII. Intrépida viajera, tuvo la fortuna de acompañar a su esposo embajador Lord Edward Wortley Montagu (m. 1761) por países de Europa y Africa y describir sus travesías en un epistolario que fue publicado póstumamente. Políglota —hablaba fluídamente griego, latín, alemán, francés e italiano—, hizo una magnífica definición de la función del libro: «Ningún entretenimiento es tan barato como la lectura, ningún placer es tan duradero. Si una mujer puede disfrutar de una obra literaria, no buscará nuevas modas, ni diversiones costosas, ni companías variadas». En 1717 llegó a Estambul y escribió esto entre muchos otros apuntes: «Es muy fácil ver que ellas (las mujeres musulmanas turcas) tienen más libertad que nosotras… El sistema judicial inglés es demasiado rígido y a menudo injusto, pero en cambio la Ley otomana es más apropiada y mejor ejecutada que la nuestra…». Comentando una reunión en la que fue agasajada con regalos, música y manjares, dice: «Me retiré con las mismas ceremonias de antes, y no pude menos que creer que había estado algunas horas en el paraíso de Mahoma, tan sorprendida estaba de lo que había visto» (cfr. The Complete Letters of Lady Mary Wortley Montagu, vol. 1, 1708-1720, Robert Halsband, Oxford, 1965; Lily Sosa de Newton: Lady Montagu a campo traviesa, Otros Países y Continentes No 12, Buenos Aires, oct-nov-dic 1995, pág. 12).
Un caso digno de mención es el arrebato romántico de Lady Lucy Hester Stanhope (1776-1839), que abandonó Inglaterra en 1810 buscando como otros tantos compatriotas (Byron, Keats, Shelley) el sol y las aventuras en el Mediterráneo. Tras un naufragio junto a la isla de Rodas en 1811, se decidió a usar ropas musulmanas masculinas para siempre y se fue a vivir al Líbano, cerca de Sidón, donde se estableció en el seno de una comunidad drusa. Allí en la aldea de Ÿoun se convirtió en una especie de «profetisa buena, sistemática, práctica… llevando un turbante muy grande… y una especie de atavío eclesiástico que parecía sobrepelliz» (James Morris: El mercado de Seleucia, Peuser, Buenos Aires, 1960, pág. 124).
Tras las huellas de Lady Stanhope, huyendo de la moral victoriana y de cierta melancolía, otra dama de alcurnia, Lady Jane Digby (1807-1881) llegaría a Damasco, y se convertiría en la esposa de un sheij musulmán.

ARABISTAS E ISLAMÓLOGOS
El Orientalismo se ha definido como la ciencia que estudia la civilización de los pueblos orientales. Pero en la práctica, el orientalismo se ha dedicado exclusivamente a conocer el pensamiento y la cultura del mundo islámico, ya que los investigadores en otras regiones orientales han pasado a tener una denominación específica: indianistas, sinólogos, etc.

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La pasión por la Egiptología hacia fines del siglo XVIII, la fundación de escuelas de estudios orientales y, principalmente, la expedición de Bonaparte a Egipto en 1798, hizo que el Oriente fuera conocido y admirado por el gran público europeo. Originalmente, el Orientalismo fue una tendencia romántica. Así, desde 1800, Friedrich von Schlegel (1772-1829) proclama la alianza de lo gótico y el orientalismo contra lo clásico.
No fue ninguna casualidad que Víctor Hugo (1802-1885), el memorable autor de «Los miserables» (1862), manifestara con convicción: «El orientalismo, bien como imagen o como pensamiento, se ha convertido en una especie de preocupación general».
En este contexto, se puede afirmar que «Europa se ha desplazado hacia el Islam, no de manera esporádica, sino planeando iniciativas y proyectos de largo alcance, en el contexto de dos fenómenos históricos concretos: las Cruzadas y el colonialismo. Esto fomenta ante todo el asentamiento de la presencia europea en el mundo musulmán, pero le permite traer también, como en camino “de vuelta”, manifestaciones islámicas diversas que se propagan y aclimatan a su manera» (Pedro Martínez Montávez y Carmen Ruíz Bravo- Villasante: Europa Islámica. Anaya, Madrid, pág. 36).
Al ampliarse el campo de los arabistas con las múltiples disciplinas de las ciencias y el pensamiento del Islam hizo que cambiase su denominación y fuesen llamados islamólogos. La islamología verdadera ciencia de investigación ha producido una serie de escuelas, fenómeno único en el estudio de las civilizaciones orientales.

LA ESCUELA AUSTRO-ALEMANA
Johann Jakob Reiske (1716-1774), fue un pionero de la filología árabe. Le siguió el notable arabista Gustav Lebrecht Flügel (1802-1870), traductor del Corán y de la obra de Katib Çelebi.
Entre los austríacos, interesados por los Balcanes otomanos, hubo también prestigiosos islamólogos, como Josef von Hammer-Purgstall (1774-1856), políglota, especialista del Imperio otomano, traductor de Hafiz y editor de una revista sobre Oriente.
Un carácter primordial tuvo la «Historia del Corán» de Theodor Nöldeke (1836- 1930) en 1860, así como la obra del vienés Alfred von Kremer (1828-1889) sobre la cultura material e intelectual del Islam medieval. Desde mediados del
siglo XIX, se editaron y publicaron textos fundamentales del Islam en su lengua original, como la Síra «Vida del Profeta», por Heinrich Ferdinand Wüstenfeld (1809-1899), diccionarios biográficos y enciclopedias geográficas.
El análisis crítico de las fuentes comenzó por la misma época, y así Julius Wellhausen (1844-1918) lo aplicó a los primeros historiadores musulmanes.
La arqueología musulmana tuvo a uno de sus pioneros en el alemán Ernst Emil Herzfeld (1879-1948). El austríaco Alois Musil (1868-1944) descubrió los castillos omeyas del desierto sirio (1895-1915).
En cuanto a la monumental Geschichte der Arabischen Litteratur (publicada por E.J. Brill, Leiden, 1996) del alemán Carl Brockelmann (1868-1956) ha permanecido hasta hoy en día como la base de la bibliografía árabe.
El alemán de origen judío Salomon Munk (1803-1867), Gotthold Weil (1882- 1960) y Helmut Ritter (1892-1971) son otros importantes investigadores.
Ha sido también loable la tarea del austríaco Gustav Edmund von Grunebaum (1909-1972), fundador del departamento de estudios islámicos de la Universidad de California en Los Angeles que hoy lleva su nombre.
Eckhard Neubauer (historiador de la ciencia islámica de Frankfort), es uno de los más relevantes islamólogos alemanes contemporáneos.

LA ESCUELA ITALIANA
En Italia el primer gran traductor del árabe fue Michele Amari (1806-1882), con las fuentes árabes sobre Sicilia (Biblioteca arabosícula). Leone Caetani di Sermonetta (1869-1935) haría lo propio enAnnali dell’islamy en la Chronographia islamica (1905-1922). Su compatriota Celestino Schiaparelli (1841-1919), mientras tanto, realizaba importantes traducciones de sabios musulmanes.
La escuela italiana de este siglo tuvo dignos representantes en Giovanni Teresio Rivoira (1849-1919), Aldo Mieli (1879-1950), A. Nallino, Giuseppe Gabrieli (1872-1942), Francesco Gabrieli (Roma, 1904), Alessandro Bausani (1921-1991) y Roberto Rubinacci (actual profesor a cargo del departamento de estudios árabes e islámicos del Istituto Universitario Orientale de Nápoles).

LA ESCUELA HOLANDESA
En Holanda .—donde Leiden llegó a ser y es el principal centro de estudios islámicos y orientales (la editorial E. J. Brill de Leiden, fundada en 1683, con sedes en Köln y Nueva York, dispone hoy día de la bibliografía islámica más completa e importante del mundo occidental)—, Thomas van Erpe, llamado Erpenius (1584-1624) tuvo acceso a importantes fuentes en árabe y en turco sobre la historia de los comienzos del Islam. Y su discípulo, Jacob Golius (1596-1667), redactó un diccionario latín-árabe que fue insuperable durante dos siglos.

Reinhart Anne Marie Dozy (1820-1883), fue el primer gran historiador del Occidente musulmán, mientras que su compatriota Michael Jan de Goeje (1836-1909), notable traductor del árabe, realizó en Leiden, en colaboración con un equipo internacional, la edición de las obras de at-Tabarí, primordial para el conocimiento de los tres primeros siglos del Islam.
Snouck Christian Hurgronje (1857-1936), islamólogo y funcionario holandés en Indonesia, estudió por primera vez científicamente la sociedad y la historia de esta región musulmana; fue también un especialista en la historia de La Meca y en el nacimiento del Islam; Hurgronge se hizo musulmán.
La necesidad de reunir y difundir la abundancia de opiniones y conocimientos diseminados en los textos y en las más diversas investigaciones promovió la Encyclopédie de l’Islam, un proyecto internacional impulsado por Goldziher y de Goeje en Leiden, y que se publicó en fascículos (1908-1938) en inglés, francés y alemán (la editorial Brill está editando en inglés la segunda edición de la obra que hasta ahora consta de ocho voluminosos tomos —van por la letra m).

DANESES, SUECOS, RUSOS, HÚNGAROS, FINESES Y SUIZOS
El sabio y explorador danés Carsten Niehbur (1733-1815) publicó valiosas informaciones sobre las sociedades de Oriente Medio. El sueco Carl J. Tornberg (1807-1877) editó la obra del historiador Ibn al-Atir. Otros importantes islamólogos de este período fueron el filósofo y antropólogo finés Edward Alexander Westermarck (1862-1939) y el sueco Samuel H. Nyberg (1889- 1974). El ginebrino Max Van Berchem (m. 1921), por su parte, fundó la epigrafía árabe.
Los estudios sobre el Islam deben mucho al húngaro de origen judío Ignaz Goldziher (1850-1921), que aplicó en sus investigaciones los métodos del historicismo crítico, considerando al Islam en su totalidad como un fenómeno de la historia cultural (cfr. R. Simon: Ignác Goldziher. His Life and Scholarship as Reflected in his Works and Correspondence, Brill, Leiden, 1986).
El ruso Vasily Vladimirovich Bartold (1869-1930) investigó a fondo el Islam en el Asia central.
Los suizos Titus Burckhardt (1908-1984) y Frithjof Schuon (Basilea 1907), estudiarán la mística y se convertirán al Islam, y algunos morirán en tierras musulmanas, como es el caso del místico francés René Guénon (1886-1951).
El ruso Oleg Grabar (Princeton University), y el suizo Henri Stierlin (Alejandría, 1928), son los principales especialistas en arquitectura del Islam hoy día.

LA ESCUELA BRITÁNICA
El estudio científico del Islam, de sus lenguas y literaturas, se incorporó a la universidad, por lo general dentro del marco de los estudios semíticos y bíblicos. En Inglaterra, William Bedwell (1561-1632) fue «el padre de los estudios árabes e islámicos», y además uno de los traductores de la Biblia del rey Jacobo I (1566-1625).
La primera cátedra de árabe fue fundada por Sir Thomas Adams en la Universidad de Cambridge en 1633. Edward Pococke (1604-1691) inauguró la cátedra de estudios árabes en Oxford. Su discípulo, Simon Ockley (1678- 1720), en 1708 exaltó al Oriente musulmán por encima de Occidente.
William Jones (1746-1794) fundó en 1784 la Asiatic Society de Calcuta, consagrada a la vez a la indología y a los estudios islámicos. Esta sociedad editó en particular numerosos textos en árabe y en persa, y en ella se formaron numerosos islamólogos británicos y europeos.
El barón irlandés William McGuckin de Slane (m. 1875) fue el gran traductor de los sabios musulmanes durante el siglo XIX.
Burton: un musulmán en el Foreign Office
El viajero, erudito, militar, diplomático y agente secreto británico Sir Richard Francis Burton (1821-1890), políglota que hablaba fluídamente el árabe, el persa y otras treinta lenguas y dialectos, se hizo musulmán hacia 1849 y escribió varias obras especializadas como Mi peregrinación a Medina y La Meca, 3 vols., Laertes, Barcelona, 1989, en la que da cuenta de su peregrinación a las ciudades sagradas del Islam en 1853.
«La vida adulta de Burton transcurrió en una incesante búsqueda en pos del conocimiento secreto que él mismo calificó genéricamente de “gnosis”, mediante el cual aspiraba a desvelar la auténtica fuente de la existencia y el sentido del papel que había de desempeñar en la tierra. Esta búsqueda le condujo a investigar la cábala, la alquimia, el catolicismo romano… tras lo cual sondeó en las profundidades de las creencias sijs y probó diversas variantes del islamismo antes de optar definitivamente por el sufismo…El Islam preside los escritos que salieron de su pluma durante los últimos quince años de su vida; hizo además varias afirmaciones en tono elegíaco acerca de lo que él llamaba “la Fe Salvadora”, que hoy día ya no pueden pasarse por alto…Lo que sí tiene importancia es que Burton fue uno de los primeros occidentales que se convirtió al Islam y que llegó a seguir la nueva fe hasta involucrarse a fondo en una hermandad religiosa. No cabe duda de que fue el primer europeo que escribió sobre el sufismo, y no como simple académico, sino como sufí practicante… Asimismo, realizó buena parte de de una de las prácticas más honrosas del Islam, aprenderse de memoria el Corán» (Edward Rice: El Capitán Richard F. Burton, Siruela, Madrid, 1990, págs. 25 y 196).

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Las inclinaciones de Burton por el Islam, sus vinculaciones con los musulmanes, especialmente con el líder argelino Abd al-Qadir al-Ÿaza’iri (1808-1883) exilado en Damasco, donde Burton se desempeñaba como cónsul británico (1869- 1871), hizo que sus enemigos en el Foreign Office (Ministerio de RR.EE.) convencieran a Lord Granville, el embajador británico ante el Imperio otomano, para que lo removiera de la ciudad siria. Así, a pesar de sus grandes méritos, fue prácticamente confinado de por vida a la ciudad adriática de Trieste, con un bajo salario, y sin honores de ninguna clase. Su riquísima biblioteca, que contenía importantes manuscritos islámicos y documentos invalorables, fue misteriosamente quemada por su mujer tras su deceso (cfr. Byron Farwell: Burton. A Biography of Sir Richard Francis Burton, Penguin Books, Londres, 1990.

Los investigadores contemporáneos
El numismático Stanley Lane-Poole (1854-1931), sobrino nieto del arabista Edward William Lane (1801-1876), efectuó las investigaciones más incisivas sobre las dinastías musulmanas. Asimismo, Wilfrid Scawen Blunt (1840-1922) y su esposa, Lady Anne Isabella Blunt (1837-1917), gran viajera, se interesaron por el fenómeno del panislamismo.
Reynold Alleyne Nicholson (1868-1945) fue un especialista en lengua persa, profesor de Cambridge en literatura y mística islámicas, y traductor del Mathnaví de Yalaluddín ar-Rumí. David Samuel Margoliuth (1858-1940), de origen judío, y Sir Hamilton A.R. Gibb (1895-1971) abordaron diversas disciplinas del Islam y realizaron estudios sociológicos e investigaciones interesantes, luego continuados por George Richard Potter y Arthur John Arberry (1905-1969).
A lo largo del Siglo XX se han destacado los escoceses William Montgomery Watt (1909) y Norman Alexander Daniel (1919), y los ingleses Peter Malcolm Holt (1918), Bernard Lewis, Richard William Southern (Newcastle upon Tyne, 1912) y Ernest Gellner.
El irlandés Henry George Farmer (1882-1965), publicó Clues for the Arabian Influence on European Musical Theory (JRAS, Londres, 1929), A History of the Arabian Music to the XIII Century (Luzac, Londres, 1929).y sendos capítulos sobre la música en el Islam en The Encyclopedia of Islam (Leiden, 1936, vol.3) y en la obra de Sir Thomas Walker Arnold (1864-1930) y Alfred Guillaume: El Legado del Islam (Ediciones Pegaso, Madrid, 1944, págs. 465-489).

LA ESCUELA NORTEAMERICANA
El primer representante de los estudios árabe-musulmanes en Estados Unidos fue el escocés Duncan Black MacDonald (1863-1943), quien exploró nuevos horizontes al aplicar los métodos de la psicología de las religiones al estudio de la teología islámica. Uno de sus más importantes continuadores fue Marshall G.S. Hodgson (The Venture of Islam, University of Chicago Press, Chicago, 1974). William C. Chittick es un especialista contemporáneo en sufismo y shiísmo.

LA ESCUELA JAPONESA
En la segunda mitad del siglo XX, el universo de la islamología ha recibido el aporte serio y renovado de estudiosos del Japón, como Toshihiko Izutsu (1914), profesor honorario de la Universidad de Keio, especializado en mística musulmana, que enseñó filosofía islámica en el Instituto de Estudios Islámicos de la Universidad McGill de Montreal, Canadá, y autor del valioso trabajo Sufismo y taoísmo (2 tomos, Ediciones Siruela, Madrid, 1997).
Sachiko Murata, es otro gran especialista japonés, coautor con William C. Chittick de The Vision of Islam (I.B. Tauris, Londres, 1996).

LA ESCUELA ÁRABE-ISLÁMICA
Dos grandes estudiosos provenientes del mundo islámico fueron el libanés naturalizado estadounidense Philip Khuri Hitti (1886-1978) y Albert Habib Hourani (1915-1993), nacido en Manchester (Inglaterra) de padre libaneses.
El marroquí Abdallah Laroui (Azemmour, 1933), el palestino Edward W. Said (Jerusalem, 1935), el profesor iraní Seyyed Hossein Nasr (State University of New York), el argelino Mohammed Arkoun (Sorbona de París), el sociólogo tunecino Hichem Djaït (Túnez, 1936), el sirio Ryad Atlagh y el profesor egipcio Mahmud Alí Makki (Universidad de El Cairo) son algunos de los escasos especialistas contemporáneos en la materia dentro del mundo musulmán.

LA ESCUELA FRANCESA
Embajador del rey francés Francisco I, (firme aliado de los otomanos contra el poder Habsburgo) en Istanbul en 1543, el erudito Guillaume Postel (1510-1581) adquirió allí diversos manuscritos islámicos y a su regreso redactó la primera gramática del árabe clásico y creó la primera cátedra de árabe en París en 1549. Postel aprendió a leer y a escribir el árabe, el hebreo, el etíope, el armenio y el georgiano, y se convirtió en un estudioso de cuestiones místicas y esotéricas (cfr. Guillaume Postel: Las claves de las cosas ocultas, Indigo, Barcelona, 1997).
Constantin François Chasseboeuf, conde de Volney (1757-1820) en 1787 relató en dos volúmenes sus viajes a Oriente: Voyage en Egypte et en Syrie. Posteriormente publicó Considérations sur la guerre des Turcs et la Russie.
En 1795 se fundó en París la escuela especial de lenguas orientales vivas – actual Instituto Nacional de las Lenguas y Civilizaciones Orientales (INALCO). Bajo el magisterio de Louis M. Langlès (1763-1824) y del gramático y editor de textos árabes y persas Antoine Isaac Baron Silvestre de Sacy (1758-1838), acudieron a formarse en la escuela eruditos de toda Europa, entre ellos los franceses Armand Pierre Caussin de Perceval, Gerard de Nerval (1808-1855) y Etienne-Marc Quatremère (1782-1857). La geografía de al-Mas’udí fue publicada en París por C. Barbier du Meynard (1826-1908).
En 1877, el egiptólogo y erudito Emile Prisse d’Avennes (1807-1879) publica L’Art arabe, uno de los más suntuosos atlas del arte islámico del siglo XIX, mientras que Edmond Doutté (1867-1926) aborda la etnografía de los pueblos musulmanes.
Louis Massignon (1883-1962) inició en Marruecos su conocimiento del Islam, al que comprendió a la luz de su profunda fe católica. En 1909 comenzó su monumental estudio sobre al-Hallaÿ (L. Massignon: The Passion of al-Hallaj: Mystic and Martyr of Islam, 5 vols., Princeton University Press, Princeton, 1982), en el cual abordó la interpretación de los fenómenos religiosos estableciendo audaces paralelismos entre las historias sagradas cristiana y musulmana (pasiones de Cristo y al-Hallaÿ; Virgen María y Fátima).
El filántropo Gaston Migeon (1861-1930) fue el creador de la sección de arte islámico en el Museo del Louvre (hoy localizada en el ala Richelieu, semisótano). En 1905, se inaugura una sala de «arte musulmán» cuya existencia suscita numerosas donaciones. Asimismo, en 1903 se abrirá una
gran exposición de arte islámico en París, y otra en Munich en 1910. En 1912, el Museo de Artes Decorativas de París dedica una exposición a las miniaturas persas. Así, el arte islámico es finalmente reconocido por la crítica y el público europeo.
La Biblioteca Nacional de París (Mo: Bourse, Pyramides) es depositaria de valiosísimos manuscritos islámicos y el Museo Nacional de Artes Asiáticas- Emile Guimet (6, Place d’Iéna) desde 1945, exhibe las joyas de la pintura de la India musulmana.
Con la fundación del Instituto del Mundo Arabe (1, rue de Fossés Saint- Bernard) en 1987, la ciudad de París está dotada de un lugar consagrado a la cultura y las artes del Islam (hay exposiciones artísticas, recitales de música y películas del mundo árabo-islámico todos los días, excepto los lunes que está cerrado).
El erudito Barón Rodolphe d’Erlanger (1872-1932) escribió un generoso tratado sobre La musique arabe (P. Geuthner, 6 vols., París, 1930-1959) que incluye la traducción del Kitab al-Musiqí al-Kabir de al-Farabí. D’Erlanger estuvo radicado en Túnez desde 1910 donde se consagró al estudio de la música árabe.
El Barón Bernard Carrá de Vaux (1867-?), fue profesor de árabe en el Instituto Católico de París y autor de obras fundamentales como Mahometisme, le gente sémitique et le genie aryen dans l’Islam (1897), Gazali (1902), La doctrine de l’Islam (1910) —por la que obtuvo el premio Montyon—, y Les penseurs de l’Islam (1921-1926).
Un francés de origen judío nacido en Argelia, Evariste Lévi-Provençal (1894- 1956), fue en el período de entreguerras uno de los más grandes especialistas en la España musulmana. Jacques Berque(1910-1995) dejó una particular huella en sus estudios árabe-musulmanes (etnología, cultura, política) y publicó una nueva traducción del Corán. Sus colegas Claude Cahen (París, 1909), Maxime Rodinson (París, 1915), y Henri Pérès, los tres de origen judío, contribuyeron con trabajos monumentales y exhaustivos al estudio sistemático de la historia del Islam.
El padre Jacques Jomier, catedrático de la Sorbona de París, colaborador de la Encyclopédie de l’Islam y miembro del Institut Dominicain d’Etudes Orientales de El Cairo profundizó las relaciones entre cristianos y musulmanes.
Al mismo tiempo, Henry Corbin (1903-1978) destacaba con su erudición sobre el Shiísmo y el místicismo musulmán iraní, estudiando con sabios como el Allamah Muhammad Husain Tabataba’i (1904-1981) y el profesor Seied Husain Nasr. Roger Garaudy (Marsella, 1913), filósofo comunista, se hizo musulmán y escribió sobre el pensamiento islámico.

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Eminentes islamólogos franceses se han convertido al Islam. Son ellos Michel Chodkiewicz, su hija Claude Addas, y Vincent Mansour Monteil. Es realmente significativa la nueva generación de islamólogos franceses, tanto por su cantidad como por su erudición y especialidades. Entre ellos destacan Jean-Jacques Waardenburg, Yves Thoraval, Yann Richard, Marianne Barrucand, Christian Jambet, Jean Calmard, Nathalie Clayer, Jean During, Pierre Lory, Anne-Marie Delcambre, (arabista, jurista, islamóloga y autora deMahoma, la voz de Alá, Aguilar, Madrid, 1990), Zyva Vesel, Yves Porter, y Thierry Zarcone del Institut Français de Recherche en Iran (París-Teherán).

Maurice Lombard
Maurice Lombard merece una mención especial dentro de la escuela francesa. Gran historiador del Islam medieval, ha sido prácticamente casi un desconocido para el común de los lectores de la especialidad. A excepción de algunos artículos, toda su obra escrita es póstuma. Los orientalistas y los sectores universitarios oficiales se esforzaron con éxito en marginarle al comprobar su tesitura favorable a la civilización del Islam. Era un hombre de una gran modestia y paciencia; amaba decir«los perros ladran, la caravana pasa» (“Ladran Sancho, señal que cabalgamos”).
Nacido en Jemmapes, en el departamento de constantina de Argelia, en 1904, y muerto en Versailles en 1964, nunca dejó de estar fascinado por el mundo musulmán y el Oriente. Alumno del liceo de Constantina, estudiante en la Facultad de Letras de Argel, en la Fundación Primoli en Roma (1933-1934), en la Escuela de Estudios Hispánicos en Madrid (1934-1935), en el Institut Français d’Archeologie Orientale en El Cairo (1936), en el Liceo Thiers de Marsella, incluida una misión a Polonia (1959) y otra a Madagascar (1960), miembro fundador de la Association Historique Internationale de l’Ocean Indien, el espacio musulmán, desde Gibraltar hasta el Océano Indico, fue el vasto espacio de sus estudios y de su reflexión.
La expansión musulmana de los siglos VII a XI, fue el objetivo de su gran hipótesis histórica. Lejos de pensar que había cortado el Occidente del Oriente y cerrado el Mediterráneo a los occidentales, como había afirmado el historiador belga Henri Pirennne (1862-1935), autor deMahomet et Charlemagneen 1937 (Mahoma y Carlomagno, Alianza, Madrid, 1993), presentó la propuesta a la inversa: «Contrariamente, en efecto, a la célebre tesis de Henri Pirenne, pensamos que es gracias a la conquista musulmana cómo el Occidente volvió a tomar contacto con las civilizaciones orientales, y a través de ellas, con los grandes movimientos mundiales de comercio y de cultura. Mientras que las grandes invasiones bárbaras de los siglos IV y V habían provocado la regresión económica del Occidente merovingio y luego
carolingio, la creación del nuevo Imperio islámico procuró, para ese mismo Occidente, un sorprendente desarrollo. Si las invasiones germánicas precipitaron la decadencia de Occidente, las invasiones musulmanas provocaron la reactivación de su civilización» (Maurice Lombard: L’Islam dans sa première grandeur, VIIIe-IXe siècles, Flammarion, París, 1971).
Los tres períodos de la historia que le fascinaban eran los del imperio de Alejandro, el de la expansión musulmana y el de los grandes descubrimientos, los tres grandes momentos de la historia del mundo, aquellos en que el globo entero ya no estaba fraccionado, sino reunido por una amplia circulación. El Islam en particular, unido a su infancia y asu conocimiento del árabe, era para él un mundo de reestructuración y de crisol de civilizaciones, la gran soldadura de las técnicas, de la artes y de los hombres, desde España hasta la India.
Apasionado por las técnicas y la civilización material, se interesaba sobre todo por la circulación de sus productos, de los más naturales a los más sofisticados: maderas, pieles, metales, textiles. Los centros de producción, de intercambio, de difusión de las materias primas y, sobre todo, de los objetos fabricados le atraían a los núcleos, a las encrucijadas de las rutas terrestres, fluviales, marítimas: ciuaddes, ferias, mercados, palacios, etc.
La moneda, instrumento de intercambio por excelencia, gran viajera, creadora de caminos, fue uno de sus temas favoritos. La pareja oro/plata, el monometalismo plata del Occidente bárbaro, el monometalismo oro (besantes) de Bizancio, el bimetalismo oro/plata del mundo musulmán, la atracción del oro del Sudán, fueron uno de sus principales temas de investigación. El más célebre de sus artículos (Les bases monétaires d’une suprématie économique, l’or musulmane du VIIe au XIe siècles, Annales Economies, Sociétés, Civilizations, París, abril-junio 1947, No 2), —Maurice Lombard:El oro musulmán del Siglo VII al XI. Las bases monetarias de una supremacía económica, traducido por Nilda Guglielmi, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 1994, 33 págs.—, muestra cómo, a cambio de las materias primas que necesitaba (metales, madera), el mundo musulmán envió a Occidente el oro, primero tesaurizado y luego puesto en circulación, cuando la cristiandad despertará. Su método consistía en abarcar amplios espacios para trazar en ellos las vías antes de concentrarse sobre los lugares de producción e intercambio. Con frecuencia decía que nunca se va de los árboles al bosque y que el camino inverso es el bueno.

LA ESCUELA ESPAÑOLA
En España, la islamología ha florecido desde fines del siglo XIX y de una manera específica a lo largo del siglo XX. Los historiadores como el sevillano Pascual Gayangos y Arce (1809-1897), Eduardo Saavedra y Moragas (1829-
1912) y Francisco Codera y Zaidín (1836-1917) fueron los primeros en hacer un revisionismo de la historia de al-Ándalus, marcando sus influencias en la cultura del pueblo español.
Julián Ribera y Tarragó (1858-1934) fue un investigador excepcional que confirmó y demostró múltiples teorías sobre la influencia del Islam en Occidente. Entre sus numerosas obra destacaHistoria de la música árabe medieval y su influencia en la española (Madrid, 1927; asequible Biblioteca de la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la U.C.A., Av. Alicia Moreau de Justo —ex A. Dávila— 1500, Puerto Madero, Edificio San Alberto Magno, subsuelo).

El sacerdote jesuita Miguel Asín Palacios (1871-1944), fue el primero en estudiar concienzudamente la filosofía y teología musulmanas, y en particular el sufismo a través de las obras de Ibn al-Arabi y los místicos andalusíes. Su discípulo Emilio García Gómez (1905-1995), otro de los grandes islamólogos españoles de este siglo, se especializó en el estudio de la literatura islámica andalusí, y a él se deben ediciones tan importantes como los «Poemas arábigos andaluces» (1928), y «El collar de la paloma» de Ibn Hazm (1952). Asín Palacios y García Gómez fundaron la Escuela de Estudios Arabes de Madrid y Granada y la revista Al-Ándalus (1933-1978), una publicación fundamental en lo que concierne a los estudios sobre la historia de la España musulmana.
El arquitecto Leopoldo Torres Balbás (1888-1960) tuvo el honor y el mérito de restaurar los principales monumentos de la España musulmana, conservar la Alhambra y escribir obras de investigación como Arte almohade, arte nazarí, arte mudéjar, Madrid, 1949.
Claudio Sánchez-Albornoz (1893-1984) escribió numerosas de investigación y vivió en la Argentina entre 1940 y 1983, donde publicó numerosos trabajos y artículos, como El Ajbar Maÿmu’a(Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Buenos Aires, 1944). El etnólogo e historiador Julio Caro Baroja (1914-1995) se especializó en estudios pormenorizados sobre los judíos y los musulmanes andalusíes.También han destacado arabistas e islamólogos como Juan Vernet Ginés (Barcelona 1923, Universidad Central de Barcelona), traductor del Corán (Plaza Janés, Barcelona, 1980), Julio Cortés Soroa (University of North Carolina), traductor también del Corán (Herder, Barcelona, 1987) y autor de un valioso Diccionario de Arabe Culto Moderno (árabe-español) de los siglos XIX y XX (Gredos, Madrid, 1996), y Francisco Márquez Villanueva (Sevilla, 1931), profesor de la Universidad de Harvard (Cambridge, Mass.).
En el trabajo de investigación histórica de al-Ándalus sobresale la obra del ensayista Américo Castro (1885-1972),España en su historia. Cristianos, moros y judíos(Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996), y la valiosa investigaciónLa revolución islámica en Occidente(Fundación Juan March, Barcelona, 1974) del escritor Ignacio Olagüe (1903-1974).
Digna de especial mención es la obra del islamólogo Miguel Cruz Hernández (Málaga, 1920), profesor emérito del departamento de Islam y Arabismo y catedrático de Semíticas de la Universidad Autónoma de Madrid. Su Historia del pensamiento en el mundo islámico (Alianza Editorial, tres tomos, Madrid, 1996), es el trabajo más completo en idioma castellano sobre la filosofía y la mística musulmanas, desde los comienzos del Islam hasta el presente. Otros grandes catedráticos españoles son Pedro Martínez Montávez (Jodar, Jaén, 1933, Universidad Autónoma de Madrid), Joaquín Vallvé Bermejo (Tetuán, 1929, Universidad Complutense de Madrid), Míkel de Epalza Ferrer (Universidad de Alicante), Darío Cabanelas Rodríguez (Universidad de Granada), Felipe Maíllo Salgado (Universidad de Salamanca), Alvaro Galmés de Fuentes (Universidad de Oviedo), Serafín Fanjul García (Universidad Autónoma de Madrid) y Julio Samso Moya (Universidad Central de Barcelona).
Deben mencionarse también los valiosos trabajos de investigación de una generación de islámólogas en los más diversos campos encabezadas por Carmen Ruíz Bravo-Villasante (Universidad Autónoma de Madrid), María Jesús Viguera Molíns (Universidad Complutense de Madrid), María Jesús Rubiera Mata y María Sol Cabello García (Universidad de Alicante), Joaquina Albarracín Navarro, Carmen Peña Muñoz y Beatriz Molina Rueda (Universidad de Granada), Luisa Moraleda de Janschek (Universidad de Viena), María Luisa Hornedo de Makki (Universidad de El Cairo), María Isabel Calero Secall y María Antonia Martínez Nuñez (Universidad de Málaga), Fátima Roldán Castro (Universidad de Sevilla), María Concepción Vázquez de Benito (Universidad de Salamanca), Dolores Bramon Planas (Universidad de Zaragoza). y Mercedes García Arenal (Instituto “Miguel Asín” de Madrid).
El estudioso Francisco Marcos Marín destaca lo siguiente: «El arabista es un ser normal que se enfrenta a un tema que (sin connotaciones peyorativas) es muy anormal. Tiene que vencer en primer lugar las dificultades de una de las lenguas más difíciles que existen, y tras lograrlo se encuentra en su edad madura con el dominio de un útil de trabajo que en la mayoría de los casos no le sirve para nada por sí solo. Además de dominar la lengua necesita saber historia, filosofía, ciencias religiosas, derecho, lingüística, medicina, botánica, ciencias, etc., etc…Hay que entender que esta crisis se produce como resultado del aislamiento del arabista. Se ve obligado a luchar toda su vida solo contra los prejuicios del ambiente cultural que le rodea, prejuicios que llevan en sí mismos un cierto sello racista que de por sí resulta intolerable. Todavía hay italianos que niegan ferozmente la “mancha” de la influencia de la escatología musulmana en la Divina Comedia, y españoles para los que la expulsión de judíos y moriscos fue una operación de “limpieza”, o que tratan de eliminar la existencia de los árabes por los procedimientos más absurdos».

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PINTURA ORIENTALISTA
«Es en Oriente donde debemos buscar
el romanticismo supremo».
Friedrich von Schlegel, orientalista alemán.
Los albums ilustrados del grabador Dominique Vivien Denon (1747-1825) sobre el antiguo y moderno Egipto y las pinturas de la campaña napoleónica en el país del Nilo a cargo de Girodet de Roucy-Trioson, llamado Anne-Louis Girodet (1767-1824), del barón Antoine Jean de Gros (1771-1835) y de muchos otros, posibilitó la fundación del movimiento pictórico orientalista.
Cuando en 1888 el pintor impresionista neerlandés Vincent Van Gogh (1853- 1890) se trasladó a Arles, al sentir por primera vez sobre su piel y sus ojos el sol de la Provenza francesa, exclamó:«¡Esto es el Oriente!» (allí pintaría más de 250 paisajes y retratos, entre los que se encuentran sus obras más importantes: “Autorretrato con la oreja cortada”; “La arlesiana”, “El olivar”; “El puente del inglés en Arles”, “El campo de trigo amarillo”, etc.; véase Franck Elgar: Van Gogh, Hazan, París, 1996 —con CD). Con él, todavía Oriente obsesionaba apasionadamente a los europeos.
Es claro que no sólo el sol era Oriente para ellos. Oriente, o sea, el Islam y los musulmanes, era todo aquello de lo que tenían poco o nada: sol, calor, mística, altruismo; y muchas otras cosas que eran puras invenciones de la sinrazón del sentimiento, como «el exotismo» y «la voluptuosidad» de pueblos y tradiciones que a duras penas lograron percibir y casi nunca llegaron a comprender en su real dimensión (cfr. José Antonio González Alcantud: La extraña seducción. Variaciones sobre el imaginario exótico de Occidente, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1993).
Los pintores-viajeros que recorrieron durante el siglo XIX principalmente, grandes extensiones del Mundo Musulmán, de España, de Venecia y del Egeo (regiones localizadas por esta concepción dentro del mundo oriental), fueron muchas veces inspirados por obras literarias como «Las aventuras del último Abencerraje» de François René, vizconde Chateaubriand (1768-1848), «Cuentos de la Alhambra» de Washington Irving (1783-1859), «Sardanápalo» de Lord Byron (1788-1824), «Lala Rookh» de Thomas Moore (1779-1852), «Salammbó» de Gustave Flaubert (1821-1880), «La novela de la momia» de Théophile Gautier (1811-1872) y «Los orientales» de Victor Hugo (1802-1885).
Muchos también viajaron buscando elementos y paisajes bíblicos para satisfacer a la Inglaterra victoriana, en la cual estaba en pleno auge un renacimiento religioso que privilegiaba los temas históricos, plasmados por
pintores como Lord Leighton (1830-1896), Sir Lawrence Alma-Tadema (1836- 1912) y Sir Edward John Poynter (1836-1919). Pero esos británicos, franceses, austríacos, alemanes e italianos, encontrarían un mundo bien distinto al de sus imaginaciones previas. Serían deslumbrados por la luz cegadora de los desiertos, los colores intensos y los olores fuertes de las ciudades del Magreb, Egipto y Andalucía (en contraste con sus lúgubres, grisáceas e inodoras ciudades industrializadas del norte de Europa), y por personajes y ámbitos desconocidos a lo que dieron sus invariables calificativos: «misterio», «fatalismo», «exótico», etc. Finalmente, descubrirían que detrás de todo ese universo estaba el Islam con su civilización milenaria, su cultura y su pensamiento, los que le provocó todo tipo de reacciones, no siempre negativas como veremos.
El pintar en los escenarios naturales orientales tenía sus dificultades. La lógica y natural hostilidad de la población musulmana hacia los europeos durante la época de mayor expansión imperialista, particularmente en lugares sagrados y remotos, el ataque de bandidos, el calor, que arruina las pinturas, y las bulliciosas y curiosas multitudes en calles estrechas hacían muy complicada la realización artística. Por eso, estos pintores-viajeros dibujaban de prisa con tiza, tinta o acuarela, ésta última una técnica que se desarrollo a principios del siglo XIX (la Sociedad de Acuarelistas de Inglaterra se fundó en 1804).
Sus obras serían expuestas con un éxito sensacional en los grandes salones europeos, como la Royal Academy de Londres y el Salón de París, más tarde llamado «Salón de la Sociedad de Artistas Franceses». Por su parte el pintor francés Prosper Marilhat (1811-1847) obtuvo el permiso para exhibir sus trabajos en Alejandría y su colega Jules Laurens (1825-1901) sería premiado por notables persas al exponer sus obras en Teherán.
Hemos tratado de seleccionar para esta breve relación, a los pintores orientalistas más representativos. Véase René Tavernier: Tentation de l’Orient, Albin Michel, parís, 1977; Auguste Botte: Lynne Thornton: The Orientalists. Painter-Travellers, ACR PocheCouleur, París, 1994; Lynne Thornton;Les Africanistes Peintres Voyageurs, ACR, 1994; Lynn Thornton:Women as Portrayed in Orientalist Painting, ACR PocheCouleur, París, 1994; Christine Peltre: Les Orientalistes, Hazan, París, 1997; Christine Peltre: Orientalism in Art, Abbeville Press Publishers, Nueva York-Londres-París, 1998.
La pintura orientalista llegó a influir a artistas de otras escuelas, como el austríaco Gustav Klimt (1862-1918) —cfr. Frank Whitford:Gustav Klimt, Brockhampton Press, Londres, 1993—, el alemán August Macke (1887-1914) o el suizo Paul Klee (1879-1940).

La escuela alemana
Carl Werner (1808-1894) fue alumno en la Academia de Leipzig de Schnorr von Carolsfeld (1794-1872), un pintor histórico ligado a la Escuela nazarena, precursora de los prerrafaelistas del siglo XIX, junto a Cornelius, Overbeck, Schadow y Veit. Junto a sus frecuentes a Inglaterra, en 1856-57 realizó una exhaustiva gira por Andalucía seguida de un extenso viaje a Egipto y Palestina en 1862 y 1864. Sus obras más importantes son: «La Roca Sagrada de Jerusalem», «La Mezquita de Damasco», «La Puerta de la Justicia en El Cairo» y «El Jordán cerca de Jericó».
Gustav Bauernfeind nació en Sulz-am-Neckar en 1848. Sus tempranos estudios de arquitectura le serían sumamente útiles para sus posteriores trabajos pictóricos de templos y mezquitas. Después de ganar un premio en una competencia de acuarelistas en la Opera de Bayreuth (Baviera), auspiciada por el soberano bávaro Ludwig II de Wittelsbach (1845-1886), protector de las artes, pudo realizar un viejo anhelo: conocer Egipto, Siria, Líbano y Palestina. Este viaje de 1880 lo inició en el orientalismo con pinturas como «Ruinas del Templo de Baalbeck», adquirida por la Neue Pinakothek de Munich. En posteriores trabajos, como «Escena callejera de Jaffa», «Puerta de la Gran Mezquita de Damasco», «Escena callejera de Jerusalem», «A la entrada del Templo del Monte» o «Jerusalem», Bauerfeind muestra su estilo sobrio que no busca tornar encantador el ambiente sino rescatar su esencia natural. Hacia 1898, este autor se radicó con su familia en Jerusalem, pero luego de un agotador viaje a Beirut, su débil corazón no resistió y falleció en 1904 cerca de su siempre añorada Cúpula de la Roca. Su colega y compatriota Carl Haag (1820-1915) realizó importantes obras durante su estadía en Egipto y Palestina.

La escuela austríaca
Rudolf Ernst (1854-1932) fue hijo del pintor arquitectónico Leopold Ernst, miembro de la Academia de Viena. Viajó mucho por Andalucía, Marruecos y Turquía. Desde 1885, sus pinturas serán exclusivamente orientalistas, con temas marroquíes, turcos e hispanomusulmanes, como «Alumnos de una escuela coránica tomando un refrigerio», «Después de la oración», «La favorita», «Acumulando rosas», «Mujeres hilando, Marruecos», «El Hammam».
Ludwig Deutsch (1855-1935) es, sin lugar a dudas, el más importante de los orientalistas austríacos. Aunque poco se sabe de sus frecuentes viajes a Egipto, sus propios trabajos se encargan de disiparnos las dudas sobre sus conocimientos sobre la civilización islámica en el país del Nilo, dotados de una prestancia y una técnica pocas veces logradas: «La tumba del califa» (1884), «El Azhar, la universidad árabe de El Cairo» (1890), «La guardia del palacio» (1896), «Los eruditos» (1901) y «En la plegaria» (1923). Otros representantes de esta escuela son Leopold Carl Müller (1834-1892) y Charles Wilda (1854- 1907).

La escuela británica
John Frederick Lewis (1805-1876) fue hijo del grabador Frederick Christian Lewis y coincide con el gran pintor romántico y orientalista escocés David Roberts (1796-1864) en su recorrido por España en 1832. Este pintor inglés permanecería en la Península hasta 1834, realizando numerosas dibujos y acuarelas sobre la Alhambra y Granada. Por esta razón fue llamado «Spanish» (“El español”) Lewis. A pesar del comentario del influyente crítico francés Théophile Gautier, que lo definió como una combinación de «paciencia china y delicadeza persa», Lewis fue poco conocido fuera de su país. A diferencia de sus colegas-viajeros contemporáneos, nunca escribió libros ni cartas sobre sus viajes, a pesar de permanecer más de once años en el Oriente (Turquía y Egipto). Allí adoptó costumbres musulmanas y vistió ropas otomanas. Sus obras reflejan su carácter talentoso, introvertido y disciplinado: «La Alhambra y Sierra Nevada desde el peinador de la Reina» (1834), «La Alhambra desde la alameda del Darro» (1834), «El escribano público» (1852), «La tienda de kebab, Scutari, Asia menor» (1858), «Una escuela musulmana en un barrio de El Cairo» (1865), «En el jardín del bey, Asia menor» (1865), «Un Bey Mameluco, Egipto» (1868), «Interior de la Mezquita, después de la plegaria» (1870), «Una vista de la calle y la Mezquita de Ghureyah» (1876).
Un párrafo especial merecen los artistas británicos que viajaron a la India en los siglos XVII, XVIII y XIX. Entre los numerosos nombres sobresalen los de Robert Home (1752-1834), llegado a Madrás en 1791, famoso por sus trabajos sobre el sultanato de Mysore, y George Chinnery (1774-1852), que visitó Madrás, Dacca, Calcuta y China (cfr. Pheroza Godrej y Pauline Rohatgi: Scenic Splendours. India through the printed image, The British Library, Londres, 1989; Patrick Conner: George Chinnery 1774-1852. Artist of India and the China Coast, Antique Collectors’ Club Ltd., Suffolk, 1993).
Sir William Allan (1782-1850), William Wyld (1806-1889), Edward Lear (1812- 1888), Thomas Seddon (1821-1856), Frank Dillon (1823-1909), Charles Robertson (1844-1891), Sir Frank Dicksee (1853-1928), Arthur Melville (1855- 1904), Robert Talbot Kelly (1861-1934), Augustus Osborne Lamplough (1877- 1930), Sir Francis Brangwyn (1867-1956) y Edmund Dulac (1882-1953) — famoso por sus ilustraciones de «The Arabian Nights» (1907), «The Rubaiyat of Omar Khayyam» (1909) y «Sinbad the Sailor» (1914)—, son otros destacados representantes de esta escuela (cfr. Gerald M. Akerman: Les Orientalistes de l’ecole britannique, ACR, París, 1991).

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La escuela española
Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854) será el primer gran pintor orientalista y paisajista romántico español, célebre por su colección de litografías «España artística y monumental» y óleos como «Gargantas de las Alpujarras»
Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874) tuvo una sólida educación estudiando en Barcelona, París y Roma. Viaja a menudo por Andalucía y Marruecos y hacia 1870 pasa una larga temporada con su familia en Granada donde se reune con intelectuales llegados de toda España y Europa. Su concepto del orientalismo pictórico influirá decisivamente en todos los artistas europeos de la época: «Fantasía árabe» (1867), «Una justicia en la Alhambra» (1871). Otros pintores importantes de esta escuela fueron Francisco Lameyer (1825-1877), José Gallegos y Arnosa (1857-1917), Manuel Gómez-Moreno González (1834- 1918) y José Larrocha (1850-1933), un académico granadino que en 1916 se traslada a Buenos Aires, donde ejerce la docencia hasta su muerte (cfr. Pintura orientalista española 1830-1930, Fundación Banco Exterior, Madrid, 1988).

La escuela francesa
Los miembros de la escuela francesa son los más numerosos y los más ricos en producción y calidad artística. Esta fue la escuela pionera en la materia. Ya desde fines del siglo XVII, numerosos pintores como Jean Baptiste Van Mour (1671-1737), Nicolas Lancret (1690-1747); Jean-Etienne Liotard (1702-1789), Jacques André Joseph Aved (1702-1766); François Boucher (1703-1770); Carle André Van Loo (1705-1765), Antoine de Favray (1706-1798), Joseph- Marie Vien (1716-1809) y Jean-Honoré Fragonard (1730-1806) sucumbieron ante la fiebre de la turcomanía, tan en boga en Francia durante todo el siglo XVIII, y plasmaron todo tipo de turqueries (cfr. Auguste Boppe: Les Peintres du Bosphore au XVIIIe Siècle, ACR, París, 1989).
León Belly (1827-1877), por ejemplo, realizó una de las más famosas obras maestras de la pintura orientalista, la titulada «Peregrinos camino de La Meca» (1861), la cual fue comprada por el Estado francés, colgada en el Museo de Luxemburgo hasta 1881, y actualmente exhibida en el Museo d’Orsay, a la vera del Sena.
Eugène Flandin (1803-1876) fue enviado por el Instituto de Civilizaciones Orientales a Teherán en 1840, acompañando a la misión diplomática francesa ante el shah qaÿar Muhammad (g. 1835-1848). Flandin tuvo la oportunidad de visitar ciudades desconocidas para los europeos decimonónicos, como Hamadán, Isfahán, Kermanshah, Persépolis y Shiraz. En su viaje de retorno a Francia visitó Mosul, Alepo y Estambul. Estos periplos se tradujeron en obras significativas: «Isfahán», «Entrada a la Gran Mezquita de la Plaza del Shah
Abbás» y «En las cercanías de la Gran Mezquita de Constantinopla», que fueron presentadas en el Salón de París en 1853.
El más importante miembro de esta escuela fue Jean-Léon Gerome (1824- 1904). Comenzó estudiando en las Escuela de Bellas Artes de París y en el atelier del pintor histórico y muralista Paul Delaroche (1797-1856). Gerome fue a Egipto en 1856, donde realizaría un viaje por el Nilo con unos amigos que duraría cuatro meses, permaneciendo otros cuatro en El Cairo donde quedaría fascinado con su arquitectura islámica. Gerome, gran viajero, haría más tarde visitas a Turquía, Grecia, Palestina, España, Argelia, Italia y Mesopotamia. Uno de sus trabajos más interesantes es el titulado «La tumba del sultán», realizado en Karbalá, Irak (conservado hoy día en la Sociedad de Bellas Artes de Londres), en el santuario de Husain Ibn Alí (la Paz sea con él), mártir del Islam y nieto del Profeta Muhammad (BPD). En la vigorosa escena plasmada por el pintor francés impactan la devoción de los peregrinos musulmanes que rinden homenaje al héroe del shiísmo y la intensidad de los colores —rojo, amarillo y verde—. Otras realizaciones como: «Mercader de pieles de El Cairo» y «Saliendo de la mezquita» demuestran que Gerome no sólo fue uno de los más famosos pintores orientalistas sino también uno de los plásticos más importantes del siglo XIX (cfr. Gerald M. Ackerman: Jean-Léon Gerome, sa vie, son oeuvre, ACR, París, 1997.
Jules Laurens (1825-1901) estudió en la escuela de Bellas Artes de Montpellier. Hacia 1846 tuvo la buena suerte de ser invitado a acompañar al geógrafo Xavier Hommaire de Hell (1812-1848) a una misión diplomática a Turquía y Persia. Ambos partieron en septiembre de ese año, pasando por Malta, Esmirna y Estambul, donde Laurens dibujó mezquitas, fuentes, costumbres y retratos. Recién en julio de 1847 (luego de haber visitado Bulgaria, Moldavia y Brusa), partieron para Persia, atravesando Trebisonda, Erzurum y Tabriz hasta Teherán, donde llegaron en febrero de 1848. Luego de recorrer Mazandarán, Jorasán e Isfahán, Hommaire de Hell, muy debilitado por el viaje y casi ciego por el sol, murió en Nueva Ÿolfá, el barrio armenio de Isfahán. Laurens volvió a París en 1850 con una gran cantidad de magníficos trabajos: «Ruinas del palacio Ashraf, provincia de Mazandarán», «Invierno en Persia», «Lago Van y fortaleza, Armenia», etc.,, que ilustraron revistas como «L’Ilustration» y «Le Tour du Monde» y engrosaron las colecciones de la Escuela de Bellas Artes de París y de los museos de Carpentras y Avignon.
Por su parte, Etienne Dinet (1861-1929) viajó intensamente por Argelia desde 1884. En 1904 se radicó en la población argelina de Bou-Saada. Aprendió a escribir y hablar fluídamente el árabe y en 1913 se convirtió al Islam, adoptando el nombre de Haÿÿ Naseruddín Dinet luego de realizar la peregrinación a La Meca en 1929, poco antes de su muerte. Uno de sus alumnos fue el gran miniaturista argelino Muhammad Racim (1896-1975).

Sus trabajos reflejan las características de la civilización musulmana argelina y el
hondo misticismo del Islam. Muchas de sus pinturas ilustraron sus propios libros, como «La vida de Muhammad, profeta de Allah» y «Peregrinación a la Casa Sagrada de Allah», su obra póstuma publicada en 1930 (cfr. Denise Brahimi y Koudir Benchikou: La Vie et l’Oeuvre d’Etienne Dinet, ACR, París, 1994).
Otros grandes pintores orientalistas franceses fueron Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867), Horace Vernet (1789-1863), Eugène Delacroix (1798- 1863), Alexandre-Gabriel Decamps (1803-1860), Adrien Dauzats (1804-1868), Charles-Emile Vacher de Tournemine (1812-1872), Théodore Frere (1814- 1888), Hippolyte Lazerges (1817-1887), Théodore Chasseriau (1819-1856), Eugène-Samuel-Auguste Fromentin (1820-1876), Emile Vernet-Lecomte (1821- 1900), Alfred Dehodencq (1822-1882), Gustave Boulanger (1824-1888), Victor Huguet (1835-1902), Georges Clairin (1843-1919), Jean Lecomte du Nouÿ (1842-1923), Benjamin-Constant (1845-1902), Eugène Girardet (1853-1907) y Henri Regnault (1843-1871), autor del óleo conservado en el Museo del Louvre: «Ejecución sumaria bajo los reyes moros de Granada (1870), que vivió fascinado por la Alhambra y los temas andalusíes, y murió combatiendo en la batalla de Buzenval (19 de enero de 1871), en la postrimería de la guerra franco-alemana.
Véase E. Delacroix: Viaje a Marruecos y Andalucía, acuarelas y dibujos publicados con una introducción y notas de André Joubin, Olañeta, Barcelona, 1984; Félix Marcilhac: Les Orientalistes: Jacques Majorelle, ACR, París, 1987; James Thompson y Barbara Wright: Les Orientalistes: Eugène Fromentin, ACR, París, 1987; Jean-Claude Berchet: Le Voyage en Orient. Anthologie des voyageurs français dans le levant au XIX siècle, Robert Laffont, París, 1994; Alain Daguerre de Hureaux y Stéphane Guégan: l’ABCdaire de Delacroix et l’Orient, Flammarion/Institut du Monde Arabe, París, 1994).

La escuela húngara
Arthur von Ferraris nacido en Galkovitz en 1856 fue alumno en Viena del famoso retratista Jospeh Matthaus y luego en París bajo la dirección de Jean- Léon Gerome. Sus numerosos trabajos reflejan un depurado estilo y las influencias de las escuelas alemana y austríaca en cuanto a luminosidad y perfección figurativa: «En la Mezquita al-Azhar de El Cairo» (1889), «Recitando el Corán» (1889), «Bazar de El Cairo» (1890), Visita al Gran Sheij de la Universidad de El Cairo» (1890), «Un descendiente del Profeta» (1891), «El Beduino y el Vendedor de Armas» (1893). Desde 1894, este artista expuso sus obras en Berlín, y entre 1904 y 1908 las envió a Düsseldorf y Munich.

La escuela italiana
Alberto Pasini (1826-1899) se educó en Parma y París. En la capital gala Pasini entablaría una fructífera amistad con el pintor orientalista Théodore Chassériau quien lo recomendó al diplomático Prosper Bourée, que estaba listo para partir hacia Persia en una misión especial relacionada con la Guerra de Crimea. Pasini fue invitado a acompañar la delegación como pintor oficial de la misma junto al célebre diplomático y orientalista Joseph-Arthur, conde de Gobineau (1816-1882). En marzo de 1855, Pasini cruzó Egipto, Arabia, Yemen y el Golfo Pérsico, llegando finalmente a Irán donde permaneció durante un año y medio. Pasini continuó viajando: Estambul en 1868-69, Asia menor, Siria y Líbano en 1873, frecuentes visitas a Venecia, y dos giras por España, una en companía de Jean-Léon Gerome y Albert Aublet. Sus óleos son un fiel espejo de sus viajes: «La llegada del Pashá», «Mercado de Constantinopla», «Jinetes Sirios descansando a la entrada del Bazar». La escuela italiana tuvo importantes cultores como Giuseppe Signorini (1857-1932) y Giulio Rosati (1858-1917), Giuseppe Aureli, Filippo Bartolini, Ettore Cercone, Fabio Fabbi, Giulio Ferrario, Ettore Simonetti, y Gustavo Simoni (cfr. Caroline Juler: Les Orientalistes de l’Ecole Italienne, ACR PocheCouleur, París, 1994).

La escuela norteamericana
Frederick Arthur Bridgman (1847-1928), nacido en Tuskegee (Alabama), fue el pionero de la pintura orientalista norteamericana y realizó varios viajes a Egipto y Argelia entre 1870 y 1880. También escribió un libro, Winter in Algiers (“Invierno en Argel”), —publicado por Harper Brothers, Nueva York, 1890—, que fue ilustrado con sus pinturas. En París, Bridgman se instaló en el Boulevard Malesherbes, un poco más arriba del Parque Monceau, área de artistas y académicos, donde realizó muchos de sus trabajos sobre la vida cotidiana en Argelia: «En la terraza», En el patio, El Biar»,«Villa morisca en El Biar», «Bey de Constantina recibiendo a los invitados», etc. Participó con sus obras en las Exposiciones Universales de 1878, 1889 y 1900 y se radicó definitivamente en Francia, falleciendo en la ciudad de Rouen (la antigua Rotomagus).
Su compatriota John Singer Sargent (1856-1925), nacido en Florencia (Italia), vivió la mayor parte del tiempo en París y Londres. Fue también un pintor muralista que pintó escenas victorianas y temas bélicos de la primera guerra mundial. Su inquietud orientalista se hizo conocida a través del óleo «Humo de ambar gris», realizado en Tánger (Marruecos) hacia 1880 (cfr. Gerald M. Akerman:Les Orientalistes de l’Ecole Américaine, ACR, París, 1994).

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La escuela polaca
El polaco Stanislas von Chlebowski (1835-1884) estudió en San Petersburgo, Munich y París. Luego de viajar por Europa, recibió el raro privilegio de pintar para la corte del sultán otomano Abdul Aziz (g. 1861-1876), durante doce años a partir de 1864. Pintó episodios de la historia otomana como «El sultán Ahmad III cazando» y «Muhammad II entrando en Estambul» (Museo de Cracovia). En 1866, retrató al líder musulmán argelino Abd al-Qadir en su exilio de Damasco.

La escuela suiza
Rudolf Weisse, nacido en Usti, Bohemia, en 1869 (sin datos sobre su deceso), recibió una fuerte influencia de los austríacos Rudolf Ernst y Ludwig Deutsch. Su obra más conocida es «Rezando en la Mezquita». Weisse no debe ser confundido con su homónimo, el artista suizo Rudolf Weiss (1846-1933), que viajó por el Imperio otomano.

R.H. Shamsuddín Elía Profesor del Instituto Argentino de Cultura Islámica


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