El destino de Bengala pone de manifiesto elementos esenciales de la conquista mundial. Hoy día, Calcuta y Bangladesh simbolizan la miseria y la desesperación. Los guerreros mercaderes europeos, por el contrario, vieron en Bengala una de las presas más valiosas del mundo. Un visitante inglés temprano la describió como “una tierra maravillosa, cuyas riquezas y abundancia ni la guerra, ni la pestilencia ni la opresión podrían destruir”. Mucho antes, el viajero marroquí Ibn Batuta había descrito a Bengala como “un país de gran extensión, en el cual el arroz es extraordinariamente abundante. De
hecho, no he visto región alguna en la tierra donde las provisiones sean tantas”. En 1757, el mismo año de Plassey, Clive describió el centro textil de Dacca como “tan amplio, populoso y rico como la ciudad de Londres”; para 1840, su población se había reducido de 150.000 a 30.000 habitantes, según declaró Sir Charles Trevelyan ante el Comité de la Cámara de los Lores, “y la jungla y la malaria avanzan rápidamente… Dacca, el Manchester de la India, ha pasado de ser una población floreciente a convertirse en otra, muy pobre y pequeña”. En la actualidad es la capital de Bangladesh».
El historiador francés Pierre Meile en su trabajo Historia de la India (Eudeba, Buenos Aiers, 1962, págs. 92-93), señala igualmente:
«La destrucción del artesanado hindú, comenzada con los malos tratos a los tejedores, y la baja compulsiva de precios se completaron por la competencia de las fábricas de Manchester. Los inventores habían trabajado febrilmente para imitar los diversos tejidos índicos, sobre todo los estampados (tela de Jouy) y en esos años cruciales del final del siglo XVIII los procedimientos mecánicos estuvieron a punto en Manchester; desde entonces, gracias al vapor, comenzó la producción en gran escala. El deseo de liberarse de las importaciones de la India —contra las cuales no bastaba el proteccionismo— había estimulado los comienzos del maquinismo.
Pero este maquinismo no hubiera sido posible sin aporte de capitales: los empleados de la Compañía, vueltos de las Indias, enriquecidos, para vivir de sus rentas en Inglaterra, buscaron oportunidades para colocarlos; sus familias, sus herederos, quedaron como rentistas, formando una burguesía acomodada.
De estas comprobaciones se desprende que, si Inglaterra estuvo a la cabeza de la revolución industrial y tuvo sobre los otros países un adelanto que conservó casi más de un siglo, lo debió por varias razones a la India. Por lo tanto, callar el aporte de la India es falsear la perspectiva de los hechos europeos y el fundamento mismo de las teorías económicas: pues, si Inglaterra pudo erigirse en campeón del liberalismo económico, fue porque se había asegurado ya ese desahogo y ese avance técnico; sólo en 1786, en el momento en que digería sus millones de Bengala, ‘ofrece’ a Francia un tratado de libre cambio, destinado solamente a inundar el mercado francés con sus algodones.
Partidaria de la libertad económica en Europa, Inglaterra practicaba al mismo tiempo en la India no solamente el trabajo forzado, sino, sobre todo, la cotización monetaria forzada. Es singular que se haya pasado por alto este hecho. En el curso del siglo XIX, no contento con los mercados europeos, Manchester impuso sus tejidos en el mercado índico (el algodón de la India emprendía un curso de ida y vuelta), exigió tarifas aduaneras preferenciales, y más tarde luchó contra la industria índica naciente.
El trastorno introducido en la economía de la India fue considerable: el abate Dubois (1825) ha pintado en términos punzantes la miseria y la desaparición de los tejedores indos. Siguió a esto toda una redistribución de clases sociales, un flujo abusivo de mano de obra en la agricultura, un empobrecimiento general del país».
Aunque satisfechos con sus primeros éxitos, los británicos temían el fuego escondido del Islam, avivado por el movimiento revolucionario de Shahh Waliullah (1703-1762). Este gran hombre de letras y teólogo de Delhi, autor de la obra Asrar al-Din (Los secretos de la fe) y de una célebre traducción del Corán al persa, que había visitado el Hiyaz, en la península arábiga, donde se encuentran las ciudades santas del Islam, La Meca y Medina, en 1730, y estudiado las condiciones de Europa, Africa, Turquía e Irán, vio las sombras de la decadencia que se cernían sobre el mundo musulmán, a principios del siglo XVIII. A su regreso al Indostán en 1732 dio la voz de alarma frente al peligro de las potencias europeas, a las que llamaba «estrellas que brillan en la oscuridad como ojos de serpientes».
La resistencia islámica en la India finalmente fue quebrada con la derrota y muerte del sultán Tipu, el Tigre de Mysore (1750-1799), el hijo de Haidar Alí, ocurrida en la ciudad de Seringapatam, cuya gesta y biografía detallada recomendamos consultar en el artículo de R.H. Shamsuddín Elía: La epopeya de Tipu Sultán, el Tigre de Mysore, en la revista El Mensaje del Islam número 12, Buenos Aires, mayo de 1996, págs. 4 a 26.
Desde 1799 hasta 1947, la bandera inglesa ondearía desde Cachemira a Ceilán, desde Bengala a Baluchistán, un inmenso territorio de cinco millones de kilómetros cuadrados. Lo que había sido el reino de la concordia, la paz y la integración de culturas y religiones tan diversas, como hinduístas, zoroastrianos, budistas, fetichistas, cristianos católicos y hasta ortodoxos armenios, bajo los gobiernos islámicos de los Grandes Mogoles, en los siglos XVI y XVII, y de los sultanatos de Bengala y Mysore en el siglo XVIII, se convirtió en el reino del terror, la represión y la colonización cultural bajo los británicos en los siglos XIX y XX.
Con el advenimiento del benthamita William Bentick (1774-1839) al cargo de Gobernador General de la India (1825-1835), se completó el cuadro de la «britanización» con la implantación del ideario occidental a través de la enseñanza, a fin de realizar, con la típica arrogancia e hipocresía imperialista inglesa (que olvidaba las situaciones de ignorancia e inmoralidad imperantes en su propio país) «nuestro deber moral con la India», según palabras del propio Bentick. Así, el inglés fue proclamado idioma oficial, quedando abolido el persa, lo mismo que el árabe y el sánscrito, lo que fue resistido por los musulmanes e hindúes por igual.