«En ningún momento, ni Roma ni París, las dos ciudades más pobladas del Occidente cristiano, se acercaron al esplendor de Córdoba, el mayor núcleo urbano de la Europa árabe-islámica» (“La vida cotidiana de los árabes en la Europa medieval”).
Charles-Emmanuel Dufourcq, medievalista francés.
Dice el historiador musulmán argelino al-Maqqarí (1591-1634) que la ciudad andalusí de Córdoba, en el siglo X, era una ciudad civilizada no inferior a Bagdad y Constantinopla. En esa época, en la urbe que se alzaba en la orilla sur del Guadalquivir, había una población de casi un millón de almas (hoy apenas alcanza las 300 mil y no es ni la sombra de lo que fue) encerrados en un perímetro que medía doce kilómetros y en 21 arrabales; con 471 mezquitas, 600 baños públicos, 213.077 casas de clase media y obrera, 60.300 residencias de oficiales y aristócratas, y 4.000 tiendas y comercios en una superficie de 2.690 Ha. Un artístico puente cruzaba el río, que aún lleva su nombre árabe (uadi al-kabir: “el río grande”), y en ambos lados se extendían los barrios de la dominante población musulmana: árabes y bereberes de Africa, muladíes (descendientes de los godos conversos al Islam), comunidades de judíos sefaradíes, cristianos arrianos y católicos (mozárabes), eslavos y bizantinos del este de Europa.
Las calles estaban empedradas y alumbradas de noche. Se podían andar quince kilómetros a la luz de los faroles callejeros junto a una serie ininterrumpida de edificios. La Córdoba musulmana era famosa por sus jardines, alcantarillas, acueductos y paseos de recreo, cuando Londres y París eran aldeas toscas y nauseabundas.
Durante su largo reinado, primero como emir y después como califa, Abderrahmán III (891-961) elevó a Córdoba a su cúspide. Fue gran administrador, incansable constructor y mecenas del saber y de las artes. Su hijo al-Hakam II (m. 976) fue aún más entusiasta en coleccionar manuscritos y atraer hombres sabios a su corte. Su biblioteca tenía fama de contener 400.000 volúmenes. El islamólogo holandés Dozy (1820-1883) dice: «Sólo el catálogo de su biblioteca se componía de 44 cuadernos, y no contenía más que el título de los libros, y no su descripción…Y al-Hakam los había leído todos, y lo que es más, había anotado la mayor parte… Hakam conocía mejor que nadie la historia literaria, así que sus notas han hecho siempre autoridad entre los sabios andaluces. Libros compuestos en Persia y en Siria le eran conocidos, muchas veces, antes que nadie los hubiera leído en el Oriente». Y al-Hakam tenía a un preceptor y consejero como al- Zubaidí (m. 989) que acuñaba pensamientos como éste: «Todas las tierras, en su diversidad, son una. Y los hombres todos son vecinos y hermanos».
Tan grande era el poder y el prestigio de Córdoba, que los gobernantes de los reinos cristianos del norte de España se presentarían humildemente ante la corte del califa para solicitar ayuda en la solución de sus problemas políticos o personales. Sancho el Craso, rey de León viajó hasta Qurtuba (nombre árabe de Córdoba) en busca de ayuda para reconquistar su reino y curarse de su obesidad. Fruto de estas interrelaciones de musulmanes y cristianos, los monjes benedictinos estudiaron en la Córdoba califal, en ejemplo de la más eficaz y bella convivencia. Al gran erudito cristiano del siglo X Gerbert d’Aurillac o d’Auvergne (938-1003), que fue Papa en 999 bajo el nombre de Silvestre II, se le consideró que había estado en tratos con el demonio durante su permanencia en Córdoba a causa de sus conocimientos astronómicos.
El teólogo Ibn Hazm (994-1064), autor de «El collar de la paloma» —ese encantador manual de amor divino y profano, a la vez que documento social de la época—, nos dejó un testimonio del elevado rango que tenían las mujeres musulmanas cordobesas: «Yo mismo he observado a las mujeres y he llegado a conocer sus secretos hasta un punto casi incomparable, porque fui criado y crecí entre ellas, sin conocer otra sociedad. Nunca alterné con hombres hasta que fui ya adolescente y me había empezado a despuntar la barba. Fueron las mujeres las que me enseñaron el Corán, me recitaron mucha poesía, me enseñaron la caligrafía» (cfr. Roger Arnaldez: Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordue, J. Vrin, París, 1981).
El gobierno de Abu Amir al-Mansur (938-1002) —regente del pusilánime Hisham II (965-1013)—, con sus excesos y despropósitos, provocaría la guerra civil y la disolución del califato. Pero el eclipse de Córdoba no significó el fin de la civilización islámica en España que se prolongaría durante otros 500 años.
Filosofía y humanismo
De los numerosos sabios nacidos en al-Ándalus con posterioridad, tres de ellos merecen mención especial. Los tres eran admiradores de Aristóteles y trataron de reconciliar la sabiduría de los antiguos con las verdades del Islam. Al zaragozano Ibn Baÿÿa o Avempace (¿1070?-1138) se le recuerda principalmente por su obra «El régimen del solitario», crítica del materialismo y la mundanalidad de la sociedad musulmana de entonces. Sus ideas fueron ampliadas por el granadino Ibn Tufail (1110-1185), autor de una notable novela alegórica que llegó a conocerse en el resto de Europa a través de las traducciones al latín y a otros idiomas. Su héroe, Hayy Ibn Yaqzán —antepasado del Robinson Crusoe, de Defoe; del Emilio, de Rousseau, y del Mowgli, de Kipling— es un niño abandonado al que amamanta una gacela. El niño va creciendo hasta alcanzar, mediante la observación y el razonamiento, no solo la comprensión del mundo material, sino a través de la contemplación mística, la comprensión del Unico Hacedor. Finalmente, encuentra a su «hombre Viernes» en forma de ermitaño musulmán, y se da cuenta de que las verdades que él había descubierto con la luz de la razón eran las mismas que las enseñadas por la religión revelada (cfr. Ibn Tufail: El Filósofo Autodidacto, Trotta, Madrid, 1995).
El mismo tema, la Armonía de la Religión y la Filosofía, constituye el pensamiento central del filósofo y médico cordobés Ibn Rushd, más conocido como Averroes (1126-1198). Este sostenía que la filosofía y la religión eran dos caminos igualmente válidos y complementarios para conocerse a sí mismo y conocer a Dios, y se esforzó en reconciliar ambas en sus escritos y comentarios. Como las obras de Averroes fueron denunciadas como impías por ciertos jurisperitos envidiosos y desubicados, hallaron escaso eco en el resto del mundo islámico. No obstante,. llegaron a ser ávidamente estudiadas, discutidas y, finalmente, exaltadas en los foros universitarios e intelectuales de la Europa medieval y renacentista, iluminando las obras de san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino, Roger Bacon y muchos otros, incluso los racionalistas de los siglos XVII y XVIII como Spinoza, Descartes y Kant. El pensamiento de estos sabios cristianos también recibió las influencias de otro cordobés y colega de Averroes, el médico-filósofo judío en lengua árabe Maimónides (1135-1204) que también trató de sintetizar fe y razón.
Gnosticismo e inspiración mística
Al-Ándalus también fue la cuna de la mística islámica occidental, que en el siglo XVI inspiraría la obra de santa Teresa de Avila (1515-1582) y san Juan de la Cruz (1542-1591). El primer sufí hispanomusulmán del que tengamos noticia es el filósofo cordobés Ibn Masarra (883-931) que vivió bajo la protección de Abderrahmán III. No se han conservado sus escritos, pero, al parecer, estuvo influido por el filósofo greco-siciliano Empédocles de Agrigento (490-430 a.C.). A finales del siglo XII, se hallaban sufíes en todas las regiones de la España musulmana. El murciano Ibn al-Arabi (1165-1240), llamado Sheij al-Akbar (“El Doctor máximo”) e Ibn Aflatún (“El Hijo de Platón) dejó descripciones de 55 de ellos. Ibn al-Arabi murió en Damasco después de toda una vida empleada en el estudio y las experiencias místicas. De los 400 o más libros que le atribuyen sus biógrafos, uno titulado en árabe Futuhat al-Makkiyya (“Revelaciones de La Meca”) dejó una profunda huella en la cultura occidental. Proporcionó antecedentes a la ficción poética de Dante Alighieri (1265-1321) de un viaje por los reinos de ultratumba, con su topografía geométrica, sus vislumbres de la gloria de los elegidos y su beatifíca visión del esplendor divino.