Aunque fláccidos e inservibles como globos pinchados en la España de hoy, estos mitos resurgen y lozanean, como gatos de siete vidas en diversos Estados y pueblos europeos que creíamos vacunados para siempre tras la derrota del fascismo.
Las referencias mesiánicas de Le Pen a Clovis, Poitiers y Carlos Martel —cuyo potencial explosivo es amortiguado, por fortuna, por dos siglos de tradición laica y republicana—son paralelas a las burdas manipulaciones de la historia serbia y también croata, que condujeron en fecha reciente a la infame «purificacion étnica» y al genocidio de 200.000 musulmanes. Ahora, este impulso mítico dispara a las multitudes rusas víctimas desnortadas del desplome súbito de la URSS a la busca de «esencias puras» y de su «alma
vendida», esto es, con fórmulas acuñadas por la Falange y el Fascio.
El cotejo de los textos escritos por los bardos e ideólogos de Mussolini y José Antonio Primo de Rivera con los de los inspiradores de Le Pen, Milosevic, Karadzic o Zhirinovsky, y el del lenguaje troquelado por el nacional-catolicismo español de la primera mitad de siglo, con el de las Iglesias ortodoxas rusa, serbia o griega, resulta a este respecto tan concluyente como sobrecogedor. Como dice el lúcido e incisivo ensayista serbio Iván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político «evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria». Como vamos a ver, esta leyenda de muerte y revivicación —escamoteadora de la realidad del Andalus y de la Castilla de las tres castas—, es el mito original de España.
1.- La panoplia lepeniana cifrada en la tríada de Clovis, Carlos Martel y Juana de Arco no es mero folclor ni decorado de carrozas verbeneras. En nombre de Occidente y sus héroes sin mácula, grupos fascistas y xenófobos, en la nebulosa del Frente Nacional, apalean y asesinan a inmigrados magrebíes cuyo único crimen estriba en su supuesta descendencia de los sarracenos aplastados por el titánico martillo de Carlos. El proyecto de una Francia pura, una Francia francesa, se edifica así —como el de la Serbia pura, la Serbia serbia— sobre un frágil castillo de leyendas y patrañas. Aunque, a diferencia de sus colegas españoles, los historiadores del país vecino no incurran en el dislate de llamar franceses a los galos ni considerarse compatriotas de Vercingétorix, y el milagroso bautizo de Clovis, reseñado el año 948 por Flodoard (893-966), no haya sido nunca tomado en serio por su fantástica convergencia de portentosos lances, el mito de Poitiers resistió con mayor éxito al escrutinio del investigador.
Si bien Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) prevenía a sus lectores contra la índole novelesca de la proeza del héroe franco, salvador, según las crónicas antiguas y aun modernas, de la civilización cristiana, el mito aguantó un largo asedio de críticos y eruditos antes de derrumbarse. Desde Pablo Diácono, para quien 375.000 sarracenos perecieron en la batalla, hasta la rimada Crónica latinaanónima del año 854, pasando por los relatos de Teófilo y los monjes de Moissac, este acontecimiento trascendental se engalana de ostentosas inverosimilitudes y levita en un ámbito manifiestamentenovelesco.
La presencia del ejército árabe en el lugar es a todas luces tan fantasiosa como la extravagante identidad de Mahoma, atribuida a un tal Mahou, cardenal franco aspirante al Papado que movido por el despecho de su fracaso, habría ido a predicar su nueva y nefanda doctrina a los nómadas salvajes de Arabia. La crítica posterior de Henri Pirenne, Lucien Musset y el análisis mitoclasta de Edward Said en su imprescindible Orientalismo (Libertarias, Madrid, 1990) desmontan el andamiaje tan laboriosamente armado.
¿Cómo podía haber llegado la veloz caballería árabe, como quien dice de un tirón, a Poitiers el año 732, sin la intendencia y abasto indispensables a la travesía de mares, desiertos y montañas, en medio de pueblos aguerridos y hostiles? ¿No se contradice tan mirífica hazaña con la precisión del monje del Monte Cassino que, en la segunda mitad del siglo VIII relata la llegada de presuntos sarracenos «con sus mujeres e hijos» a Aquitania, para instalarse en ella? Los jinetes célebres como el rayo, ¿llevaban consigo a su
prole? Como veremos más adelante, las páginas en blanco de la historia, en razón de la falta de documentos fidedignos sobre lo acaecido en el siglo VIII, per miten a los fabricantes interesados de mitos ornar el pasado de su nación de la religión verdadera con
báculos, oropeles y mitras que —una vez cristalizada la leyenda y ratificada por los historiadores «patriotas»— resultan difíciles de desacralizar.
No hubo batalla en Poitiers —a lo sumo escaramuzas en tierras vecinas— ni árabe alguno intervino en ella. El Islam llegó a la provincia
Narbonense un siglo más tarde y no con su invicta caballería, sino por el «contagio» de la predicación y afinidades a las doctrinas «heréticas» profesadas de antiguo por quienes luego hablarían lalangue d’oc.
2.- Aterricemos ahora en predios más cercanos. La leyenda compostelana de Santiago Apóstol y su prolongación en Nuevo Mundo —¿cuántas ciudades y lugares denominados Santiago o simplemente Matamoros existen desde la frontera norte de México hasta la
cordillera andina?— constituye un magnífico ejemplo del «impulso revolucionario» del mito.
El traslado del sepulcro del apóstol, custodiado por los ángeles, de Palestina a Galicia el año 44 después de Cristo y su descubrimiento oportuno nueve siglos más tarde desafía desde luego toda explicación racional y creíble.¿Qué motivo podía haber inducido a los discípulos de Santiago a transportar su cuerpo al fin del mundo entonces conocido, al mismísimo finis terrae? ¿Preveían ya la terrorifica invasión sarracena y el lucido papel que el apóstol iba a desempeñar en la cruzada emprendida contra ella? Y, más asombroso aún, ¿cómo fue localizado el sepulcro romano e identificado el cadáver que, a partir de entonces, saldría milagrosamente de él para auxiliar a los cristianos con el célebre tajo de su espada invicta?
Américo Castro (1885-1972), respondiendo a nuestros modernos historiadores mitólogos como Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) y Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), analiza luminosamente la fuerza y supervivencia del mito:
«Los confines entre lo real y lo imaginario se desvanecen», escribe en La realidad historica de España (Madrid, 1954), «cuando lo imaginado se incorpora al proceso mismo de la existencia colectiva, pues ya dijo Shakespeare que “estamos hechos de la materia misma de nuestros sueños”.