Al-Andalus I (711-1010)

El califato de Córdoba

CON UN APENDICE DE JUAN GOYTISOLO TITULADO
«LOS MITOS FUNDADORES DE LA NACION ESPAÑOLA»

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Cuando se habla de España y el Islam, se suele hacer referencia a un concepto con claro significado religioso y a otro con contenido muy directo, de carácter lingüístico. Se habla así, de España musulmana o de España árabe. Sin embargo, en términos populares, con significado antropológico físico en primer lugar, se habla de la España mora. La palabra castellana moro viene, sin duda, del latín “maurus”, y del griego “mávros”, que significa “oscuro”, “negro”. Escritores latinos como Juvenal (60-140) y Lucano (39-65) mencionan a los mauros, también conocidos como númidas, que constituían en tiempos de Iugurta (160-104), un pueblo caracterizado por su energía física y belicosidad. Recordemos a la famosa caballería númida empleada por los cartagineses en las guerras púnicas. La designación étnica en suma, es muy antigua y al principio no tuvo el carácter peyorativo, como lo adquirió después.

Parece que la palabra «morisco» se forma como «berberisco», y es un diminutivo cariñoso, que más tarde se empleó para identificar a los hispanomusulmanes que permanecieron en la Península luego de la caída de Granada. Otros sinónimos son moruno, morería, almoraima, etc. La acepción de bereber, que es otra forma de llamar a los moros, está relacionada con la denominación utilizada por griegos y romanos para designar a los pueblos extranjeros: bárbaros. En la antigüedad clásica el norte de Africa era conocido como Berbería o país de los bereberes. El país de los mauros o mauritanos se conocía como Mauritania, que luego fue provincia romana y hoy es una república islámica.

Los musulmanes de los siglos VII, VIII y IX aplicaron el nombre de al-Ándalus a todas aquellas tierras que habían formado parte del reino visigodo: la Península Ibérica, la Septimania francesa y las Islas Baleares. En un sentido más estricto, al-Andalus comprenderá la parte de aquellos territorios administrados por el Islam. Conforme avanzaba la conquista cristiana, su extensión se iba reduciendo progresivamente y a partir del siglo XIII designó exclusivamente al reino nazarí de Granada. La prolongada resistencia musulmana granadina contra las incursiones castellano-aragonesas permitirá que se fije el nombre de al-Andalus y se perpetúe en el actual de Andalucía.

El islamólogo holandés Reinhart Dozy (1820-1883), autor de la famosa obra Historia de los musulmanes de España (4 vols., Turner, Madrid, 1994), impulsó la teoría que fue apoyada por muchos historiadores modernos según la cual el nombre de al-Andalus está relacionado con los Vándalos, suponiendo sin ningún fundamento, que la Bética pudo llamarse en alguna ocasión Vandalicia o Vandalucía. Nosotros compartimos la opinión del eminente filólogo español don Joaquín Vallvé Bermejo, vertida en su trabajo erudito La división territorial de la España musulmana (CSIC, Madrid, 1986).

Este dice que la expresión árabe Ÿazirat al-Andalus (isla de al-Andalus)() es una traducción pura y simple de “isla del Atlántico” o “Atlántida”(). Los textos musulmanes que dan las primeras noticias de la isla de al-Andalus y del mar de al-Andalus, se clarifican extraordinariamente si sustituimos dichas expresiones por isla de los Atlantes o Atlántida y por mar Atlántico. Lo mismo podemos decir del tema de Hércules y las Amazonas, cuya isla, según los comentaristas musulmanes de estas leyendas grecolatinas, estaba situada en el ÿauf al-Andalus, lo cual cabe interpretar como al norte o en el interior del Mar Atlántico.

Diversos malentendidos, provocados muchas veces por los historiadores españoles y los hispanistas, conducen al neófito a llamar ‘españoles’ tanto a Viriato —en vez de lusitano—, a Pelayo —en vez de godo—, a Averroes y Maimónides —en vez de andalusíes. Al respecto, dice el investigador e historiador español Américo Castro:”La palabra España era pronunciada en esa forma por el vulgo que hablaba latín en la península hacia el año 300 d. de C.; español, por el contrario, es vocablo venido del sur de Francia, del Languedoc, en el siglo XIII, comenzado a usar en Provenza desde el siglo XII en la lengua escrita (…) Según queda dicho, en 1948 el profesor suizo Paul Aebischer (Estudios de toponomia y lexicofría románicas, CSIC, Barcelona, 1948) que español es voz originaria de Provenza (…) La palabra”español” ofrece la particularidad de ser el único gentilicio de nuestra lengua terminado en ol. Ya en el siglo pasado, Friedrich Christian Díez (1794-1876), el fundador de la lingüística romance, señaló la existencia deespañón en el poema de Fernán González, y apuntó la hipótesis de que esta forma, paralela de borgonón, frisón, bretón, etc., hubiera pasado a español por disimulación de la n final respecto de la otra nasal, la ñ, que la precedía. La explicación de Díez fue aceptada por otros lingüístas, entre ellos mi venerado maestro don Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), que en su Manual de Gramática Histórica Española (1904) propuso como étimo un hipotético hispanione latino vulgar.

Otros romanistas se preguntaron por qué había disimilado la n final de españón para dar español, mientras permanecía inalterada en sabañón, cañón, piñón, riñón, etc. Pero hispanoilus hubiera tenido que dar en castellano españuelo, igual que de aviolus salió abuelo y de filiolus proviene hijuelo (…) Todo ello enlaza con el desconcierto creado por confundir la España de 1500 con la España de milenios atrás; los españoles de la misma época, con quienes nada tenían de españoles quince siglos antes. Incluso aumenta ese caos semántico llamar ‘andaluces’ a los ‘andalusíes’ de la España musulmana —al-Andalus— y quienes hoy viven en Andalucía. Y hasta hay franceses que no distinguen entre el ‘Andalou’ musulmán y el ‘Andalou’ de hoy: usan el mismo nombre” (Américo Castro, Sobre el nombre y el quién de los españoles, Sarpe, Madrid, 1985, págs. 25, 26, 29, 39 y 40). LA ENTRADA DE LOS MUSULMANES EN LA PENINSULA La cuestión de cómo y por qué entraron los musulmanes en la Península Ibérica estuvo sustentada durante muchos siglos por mitos, leyendas y relatos históricos sumamente parciales.

Gracias a la labor encomiable e imparcial de estudiosos e investigadores españoles como Pascual Gayangos y Arce (1809-1897), Eduardo Saavedra y Moragas (1829-1912), Francisco Codera y Zaidín (1836-1917), Julián Ribera y Tarragó (1858-1934), Miguel Asín Palacios (1871-1944), Américo Castro (1885-1972), Julio Caro Baroja (1914- 1995), y Juan Goytisolo (n. en 1931), hemos podido reconstruir una historia que se creía perdida para siempre. Por ejemplo, Ribera ha descubierto gran cantidad de interesante información en la crónica de Ibn al-Qutíyya, un historiador hispanomusulmán descendiente de los príncipes visigodos, cuyo nombre significa “descendiente de la Goda”. El análisis de los toponimios está rindiendo poco a poco información útil, y recientemente se ha podido demostrar así con casi total certeza que muchos de los bereberes que llegaron a España con los árabes musulmanes eran aun cristianos y luego, más tarde, se islamizaron. Antecedentes históricos Tras la muerte del Profeta Muhammad (BPD) en 632, sus fieles seguidores fueron conquistando grandes extensiones de terreno y naciones, tanto hacia Oriente (Península Arábiga, Palestina, Siria, Irán, hasta la India), como hacia Occidente hasta el Océano Atlántico. Pero la fe del Islam no sólo se expandió por los fuertes ejércitos árabes que derrotaron sucesivamente a las huestes de los tiránicos imperios de bizantinos y sasánidas. Lo que Napoleón Bonaparte (1769-1821) gustó decir «El Islam conquistó la mitad del globo en sólo diez años, mientras el Cristianismo necesitó trescientos años» es rigurosamente cierto y tiene su explicación en que los distintos pueblos que recibieron a esos puros y esforzados musulmanes de mediados del siglo VII los reconocieron como a libertadores que venían a romper yugos milenarios. Si eso no hubiese sido así, ese avance fulminante que permitió alcanzar casi al mismo tiempo, en apenas ochenta años, a la India en el este y a España en el oeste jamás se podría haber logrado sin esa incuestionable voluntad popular.

En el 670 (50 de la Hégira) se funda la ciudad-campamento de Qairauán (al sur de Túnez) y Cartago es conquistada el año 689/69. Todo el área de la actual Tunicia era, a grandes rasgos, la provincia musulmana de Ifriqiya, que según el historiador musulmán Ibn Jaldún recibe este nombre de su primer conquistador, Ifricos o Efriqish que vino con los himÿaríes o fenicios unos mil doscientos años antes de la era occidental (cfr. Ibn Jaldún: Introducción a la historia universal. Al Muqaddimah, FCE, México, 1977, pág. 104), que a su vez daría origen a la denominación del continente negro: Africa.

Desde la Ifriqiya partieron sucesivas expediciones que anexionaron al califato omeya el Norte de las actuales naciones de Argelia y Marruecos. Algunas expediciones musulmanas ya se aventuraron a explorar las costas de la Península Ibérica en los años 705/85-86 y 709/90.

El desembarco en Gibraltar

La historia de la España musulmana comienza en el año 711/92, a finales de abril en que Tariq Ibn Ziad (m. 720), a la cabeza de un ejército de siete mil hombre en el que domina la etnia bereber de la que él forma parte (los árabes eran menos de 300), cruza el estrecho que llevará a partir de entonces su nombre para desembarcar en la Península Ibérica. El contingente islamo-bereber hizo la travesía a bordo de la flota del conde Don Julián, el antiguo gobernador bizantino de Ceuta (Septum) que se había puesto al servicio del gobernador o walf musulmán de la provincia de Ifriqiya, Musa Ibn Nusair (640-714), con sede en Qairauán.

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unitario, es decir un monoteísta puro, que adhería a las enseñanzas de los cristianos primitivos y de los llamados Padres y Doctores de la Iglesia, como Orígenes (185-254), Clemente de Alejandría (m. 215), Tertuliano (155-220) y Justino Mártir (100-165), y especialmente al obispo griego Arrio (256-336), nacido en Libia, todos ellos defensores de un acendrado monoteísmo que rechazaba la divinidad de Jesús. La doctrina de la Trinidad, recordemos, fue instaurada en la Iglesia Católica recién a partir del Primer Concilio de Nicea, en 325, y produjo un gran cisma entre los cristianos de oriente, partidarios del monoteísmo, y los obispos occidentales liderados por Osio (257-358) que a través del llamado “pacto constantiniano” monopolizaron desde entonces la orientación y el poder de la Iglesia. El historiador español Ignacio Olagüe explica en su obra La Revolución Islámica en Occidente (Fundación Juan March, Barcelona, 1974), que a partir de entonces “…la doctrina trinitaria fue impuesta a hierro y fuego” por todo el norte de Africa y la Península Ibérica. Eso también explica la relativa facilidad con que los musulmanes avanzaron por esas regiones, y la hospitalidad con que fueron recibidos, particulamente la de los bereberes. Luego de consolidar su dominio en la Ifriqiyah (Tunicia) hacia el 670, en 701 alcanzaron el extremo occidental del Magrib () y en 708 entraron en Tánger.
Respecto a Musa Ibn Nusair, el historiador musulmán almohade Ibn al-Kardabús, del siglo XII, nos dice que pertenecía a la escuela de pensamiento shií. Su padre había sido Nusair al-Bakrí, nacido en 640, a quien el fundador de la dinastía omeya, Mu‘awiya ibn Abu Sufián había conferido el mando de su guardia, pero él se negó a combatir contra el cuarto califa, Alí ibn Abi Talib (600-661). Musa Ibn Nusair haría la alianza con el arriano conde Don Julián, señor de Tánger y Ceuta. Así, en 710/91 envió a su lugarteniente Tarif con 500 hombres a ocupar el saliente sur de la Península donde la ciudad de Tarifa lleva su nombre y a la cual impuso un pesado tributo, o sea “la tarifa”, para castigar los excesos de la gobernación visigoda contra los cristianos arrianos de la región. Vale aquí puntualizar que la población mayoritaria de la Península adhería a los principios unitarios y al arrianismo. Por el contrario, la corte y el clero visigodo respondían a los dictados de Roma y al dogma trinitario. La oligarquía visigoda con sede en Toledo explotaba y oprimía hasta los más crueles extremos a sus súbditos arrianos. El profesor Olagüe en la obra ya citada, muy recomendable por cierto, brinda pormenorizados detalles de este asunto.

Volviendo a nuestro tema anterior del cruce de Tariq, éste al frente de sus hombres desembarcó en las cercanías del famoso peñón al que se dió su nombre: Ÿábal al-Tariq,
“Monte de Tariq”, es decir, Gibraltar. El 19 de julio de ese mismo año, por las orillas del río Guadalete, logra una victoria decisiva sobre el rey visigodo Don Rodrigo. Un mes más tarde, su lugarteniente Mughit ar-Rumí cerca la ciudad de Córdoba. Dice el erudito judeomarroquí y profesor emérito de la Universidad de París, Haim Zafrani: “Durante el asedio, los judíos se encierran en sus hogares esperando impacientemente el desenlace. Contrariamente a lo que sienten por los godos y su clero, no temen en absoluto la llegada de los musulmanes en los que tienen puestas todas sus esperanzas, pues no olvidan que los reyes visigodos los han oprimido despiadadamente. Sirviéndose de estratagemas, los judíos —según narran los historiadores musulmanes y cristianos— contribuyeron a facilitar la entrada del ejército islámico a la ciudad, celebrando su victoria. Mughit los tomó a su servicio, confiándoles la guardia de la ciudad. Lo mismo ocurrió en Toledo, y en Sevilla, donde Musa Ibn Nusair dejó una guarnición judía para mantener el orden” (H: Zafrani: Los Judíos del Occidente Musulmán. Ál-Andalus y el Magreb, Editorial Mapfre, Madrid, 1994, pág. 21).

A partir de entonces, España entra en el seno de Dar al-Islam, “la Casa del Islam”, y los
cristianos arrianos y judíos se integran armoniosamente en el estado musulmán que se va forjando. Así, los judíos españoles, al convertirse en miembros de un dominio que se extiende desde el Atlántico hasta la China, se reencuentran con sus hermanos de las demás comunidades judías de Oriente y de Africa del Norte, reanudando sus lazos socioculturales y económicos. Por otra parte, los cristianos unitarios españoles consoliden y reafirman su identidad monoteísta junto con sus hermanos en la fe, musulmanes y judíos.
Esta explicación de los orígenes de la España musulmana, tal vez un tanto extensa para el reducido tiempo que tenemos, la creemos necesaria para contrarrestar la historia oficial que sin fuentes ni argumentos serios afirma que España fue conquistada a sangre y fuego por los musulmanes. Como hemos visto, la población nativa mayoritariamente arriana y la numerosa comunidad judía recibieron a los musulmanes como libertadores y comulgaron con su fe, costumbres y tradiciones, que eran prácticamente las mismas que ellos tenían.

El pueblo íbero-romano, no se puede hablar de pueblo español en esa época, fue más bien cómplice que conquistado. Además en menos de una generación los musulmanes bereberes y árabes se integraron completamente a la población autóctona a través de múltiples matrimonios mixtos, ya que la inmensa mayoría había llegado a España sin mujeres.

«A la luz de lo dado a conocer en los últimos veinte años, es insostenible la creencia de ciertos arabistas españoles de haber sido los musulmanes ‘depredadores’ e ‘invasores’ de una España previamente existente, y que retornó a su ser prístino luego de ser expulsados tan indeseables ocupantes. Basta pasar la vista por la superficie geográfica de la Península para persuadirse de la total falsedad de ese aserto, por tantos compartido. Los ‘depredadores’ y los ‘invasores’ no dejan tras sí montañas, ríos y ciudades cuyos nombres revelan la presencia en un país suyo, de quienes imprimieron la huella de su acción civilizadora en la lengua y en todo lo obrado por ellos.Guadalquivir es nombre árabe, y Tajo está arabizado, porque de no haber habido árabes se llamaría Tago. Sin árabes no habría ciudades que se llaman Alcalá, Medina, Almunia, Alcolea, Alcázar, Madrid, Almansa (vea el lector el libro de Miguel Asín, Toponimia árabe de España, Madrid, 1944, y el de Jaime Oliver Asín, Historia del nombre ‘Madrid’, I. C. M. A, Madrid, 1991). Una casa española tiene aljibe, atarjea, zaguán, alcobas, alféizares, alacena, baldosas, zaquizamí, azoteas, albañal. ¿No hacían todo eso albañiles y alarifes cuya lengua fue inicialmente el árabe? En una vivienda castellana o andaluza (¡no andalusí!) se ponían tabiques, había azulejos, argollas, arambeles (antiguamente ‘colgaduras’), y otras cosas que servían para alhajar la casa. En las paredes se empotrabanalacenas, con anaqueles, en donde se ponían cosas que se colocaban en un azafate (todavía hoy en Colombia significa ‘bandeja’). El agua de beber se conservaba fresca en una alcarraza, y se sacaba del pozo con unacetre. Se echaba dinero, para ahorrarlo, en una alcancía. La algorfa era el sobrado en donde se guardaba el grano. ¿Cuando habrá un alma, lingüísticamente caritativa, que agrupe en un léxico histórico-geográfico todos los arabismos del castellano, del catalán y del gallego-portugués? (…) En suma, quienes consideran a los musulmanes de al-Ándalus como ‘depredadores’ e ‘invasores’ de la auténtica España, proceden como quien pretendiera hacer visible el interior de una cebolla despojándola de sus capas por pensar que bajo ellas se encuentra el auténtico bulbo» (Américo Castro, op. cit., págs. 40-42).
Como mejor prueba de lo que aseveramos, se puede decir que los musulmanes pacificaron la Península en menos de dos años y establecieron un estado islámico integrado por cristianos y judíos que llegó a durar casi ocho siglos, hasta 1492. Recordemos que los fenicios y cartagineses habían tratado infructuosamente de sojuzgar a los béticos y celtíberos durante cuatro siglos, y los romanos durante casi seis provocando espantosas matanzas como aquella de la heroica Numancia, la cual resistió durante 20
años su asedio y fue destruida por las legiones de Escipión Emiliano (185-129 a.C.). Los musulmanes no destruyeron nada de lo que había, sino que reconstruyeron las antiguas
obras dejadas por los romanos, como puentes y acueductos, erigiendo una “cultura del
agua”, y construyeron monumentos maravillosos que han sobrevivido hasta nuestros días.
Hoy se puede afirmar que el 80% de los quince millones de turistas que llegan anualmente a España tienen como meta principal visitar la Giralda —la torre-campanario que fuera el
minarete de la mezquita mayor de Sevilla—, la Mezquita de Córdoba, el palacio-fortaleza de la Alhambra de Granada y muchas otras maravillas como la Alcazaba de Guadix, la Torre del Oro de Sevilla, los campanarios e iglesias mudéjares de Teruel, los pueblos moriscos de las Alpujarras, los manuscritos árabes del monasterio de El Escorial, etc.

TOLERANCIA Y CONVIVENCIA

Pero más allá de las obras públicas y arquitectónicas, y los prodigios científicos y culturales de al-Ándalus, lo que mejor caracteriza el legado hispanomusulmán es su espíritu de la tolerancia. Si hablamos de la tolerancia del Islam, no se trata de un tópico repetido con fines propagandísticos, sino de una experiencia y una realidad histórica irrefutable. En la llamada Edad de Oro del Islam, cuando el territorio musulmán se extendía de España hasta la China, entre los siglos VIII y XIV, convivían en su seno en un ambiente de libertad y mutuo respeto cristianos arrianos, nestorianos, monofisitas y coptos, judíos, budistas, zoroastrianos, maniqueos e hinduistas, cuyas creencias y tradiciones eran garantizadas por el Islam por el estatuto de Ahl al-Dhimma, es decir, la “Gente del Pacto”. Esto es algo que el Islam puso en práctica hace más de 1400 años y que Occidente a duras penas comenzó a llevarlo a cabo a mediados del siglo XX.

Y es precisamente uno de estos pactos, el firmado entre el godo Teodomiro, gobernador de Orihuela, y Abd al-Aziz, el hijo de Musa Ibn Nusair, el 5 de abril del año 713, el que conforma el documento más antiguo de la historia andalusí (Ver Apéndice I). En virtud de este tratado Teodomiro quedó como gobernador inamovible y Orihuela (la de Miguel Hernández) fue un estado autónomo durante muchos años. Asimismo, los señores de siete fortalezas de la región de Murcia, Alicante y Valencia (situadas a lo largo de la antigua Vía Augusta) se someten al gobierno musulmán a cambio de un estatuto jurídico en que se reconocen libertades, posesiones y religión para sus habitantes.

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Cuando los musulmanes llegaron a la Península, traían un concepto absolutamente revolucionario basado en el Corán y la Sunna o Tradición del Profeta Muhammad, por el cual se trataba a los seres humanos por igual, respetando sus derechos y propiedades. El pacto entre Abd al-Aziz y Teodomiro prueba que hace 14 siglos el Islam no sólo respetaba los derechos humanos, que Occidente recién descubrió hace menos de 300 años, sino tenía códigos y regulaciones que las propias Naciones Unidas no son capaces de aplicar a las puertas del siglo XXI. Por eso, vale remarcar aquí que ese concepto o idea sobre “el oscurantismo de la Edad Media” tan en boga en los medios de comunicación y en la lectura de los escritores posmodernos, es algo que compete a la historia de Occidente, pero no a la del Islam.

Pongamos otro ejemplo muy conocido. Después de afirmar su posición en la Península, los musulmanes escalaron los Pirineos y entraron en Francia. En 732, entre Tours y Poitiers, dos mil kilómetros al norte de Gibraltar, y a 450 kilómetros de Londres y a menos de 200 de París, fue el punto más septentrional que alcanzaron esos predicadores carismáticos. Véase Cecelia Holland:Tours. Medieval Battle Reconsidered, en MHQ—The Quarterly Journal of Military History—, Leesburg (Virginia), Winter 1999, págs. 50-59.

En 735 entraron en Arlés y en 737 llegaron a Aviñón, el valle del Ródano y Lyon. Y aunque en 759 se vieron obligados a retirarse del mediodía francés, sus cuarenta años de circulación por aquellas tierras contribuyeron, en el Languedoc, a la insólita tolerancia de diversas creencias, la pintoresca alegría y el amor romántico y caballeresco que desde entonces caracterizó a los lugareños.

EL ESPLENDOR DEL CALIFATO DE CORDOBA

El califato de los Omeyas (661-750), con sede en Damasco nunca dio a España el valor que tenía. Entre 716-756/97-138 se desarrolla el llamado emirato de Córdoba, dependiente de Damasco, período en que se suceden diversos gobernadores, o emires, nombrados directamente por el califa Omeya de Damasco. Cuando en 750 éste fue reemplazado por el califato de los Abbasíes (750-1100), con capital en Bagdad, el territorio era meramente conocido como “el distrito de al-Ándalus”, gobernado desde Qairauán. Pero cuando los triunfantes abbasíes ordenan la muerte de todos los príncipes omeyas, este hecho aparentemente anecdótico será decisivo para la más occidental de las provincias del imperio.

Abderrahmán Ibn Mu’awiya (731-788), nieto del califa Hishám Ibn Abdelmalik (691-743), fue el único omeya que consiguió escapar. Perseguido de aldea en aldea, cruzó a nado el ancho Eufrates, pasó a Palestina, Egipto, Ifriqiya, Marruecos y al-Ándalus. Así, en 756 fue proclamado emir de Córdoba iniciando uno de los períodos más ilustres de la historia del Islam.

A partir de entonces se funda el emirato omeya independiente de Bagdad (756-929/138-316). El emir tomará decisiones propias, considerando a la familia Abbasí —que se había hecho con el califato y trasladado su capital a Bagdad — como sus máximos enemigos.
Hacia 777 al-Ándalus fue invadida por el ejército de Carlomagno (742-814), pero los francos fueron frenados en las puertas de Zaragoza por los soldados de Abderrahmán y su retaguardia aniquilada por una alianza de vascos y musulmanes en Roncesvalles (778), donde cayó el legendario paladín franco Roland o Roldán que dio lugar al cantar de gesta homónimo.

Los sucesores de Abderrahmán I son Hishám I (788-796), al-Hakam I (796-822), Abderrahmán II (822-852), Muhammad I (852-886), al-Mundhir (886-888), Abdallah (888-912) y Abderrahmán III (912-961).

A fines del siglo VIII, la mayoría de la población, descendiente de los hispanorromanos y de los visigodos, se había convertido al Islam, recibiendo el nombre de muladíes; sólo en las ciudades quedó una parte de población que se mantuvo cristiana (mozárabes) y que,
en general, fue muy respetada. Los emires cordobeses se vieron obligados a enfrentarse con la aristocracia árabe rebelde y los muladíes que les disputaban el poder. Durante el gobierno de al-Hakam I, coetáneo de Carlomagno (742-814), y sus sucesores, se desarrollaron las revueltas de Toledo y Córdoba en 807 y 814, y los enfrentamientos con los gobernadores militares de la frontera (Ibn Marwán “el Gallego” en Extremadura, 868; familia de los Banu Qasi —Musa Ibn Musa— en el valle del Ebro). Pero ninguna alcanzó tanta fuerza ni puso en peligro el emirato como la revuelta del muladí Omar Ibn Hafzún, durante el mandato del emir Abdallah.

Entre 844 y 861 se produjeron varios ataques vikingos (llamados maÿús “magos” por los musulmanes) contra las costas del sur de al-Ándalus. Según el testimonio de historiadores como Ibn Qutíyya, Ibn Hayyán y al-Maqqarí, la marina andalusí causó estragos entre los vikingos, marinos por demás experimentados, utilizando proyectiles incendiarios (niÿam al- naft) y numerosísimos arqueros (ar-rumat). Los vikingos lograron remontar el Guadalquivir hasta las cercanías de la antigua Hispalis romana (la Sevilla actual), llamada Isbilía por los musulmanes (cfr. Jorge Lirola Delgado: El poder naval de Al-Ándalus en la época del Califato Omeya, Universidad de Granada, Granada, 1993) En 929 Abderrahmán III an-Nasir li-Din Allah decide tomar el título califal, ante la lejanía e incomunicación con el califato Abbasí de Bagdad, y ante el inmediato peligro que suponía el califa Fatimí en el Magreb. El califato omeya independiente de Bagdad se extenderá entre 929 y 1010/316-400).

El sucesor de Abderrahmán III Al-Hakam II al-Mustansir (961-912), propició un enorme desarrollo de las ciencias y las artes que sería la base del llamado Renacimiento europeo.
En cambio, Hishám II al-Muayyad (976-1009) será un pusilánime manejado por su primer ministro Ibn Abi Amir al-Mansur (m. 1002), «Almanzor», quien gobernará de hecho al-Ándalus, aunque sin tomar el título califal. A al-Mansur le sucederá su hijo Abd al-Malik al-Muzafar (1002-1008), y luego Abderrahmán, conocido como «Sanchuelo» por los cristianos, sucede a su hermano, hasta que al autonombrarse califa hace estallar la guerra civil en al-Ándalus.

La Mezquita de Córdoba

En 785 el emir Abderrahmán I (731-788) comenzó la construcción de lo que sería la Mezquita mayor de la ciudad. Esta forma un rectángulo que mide 180 metros de norte a sur y 130 metros de este a oeste. En la arquitectura de la mezquita se observan cuatro estilos autónomos representativos de cuatro épocas distintas desde 785 a 987.
Originalmente el exterior mostraba un muro almenado de ladrillo y piedra y un sólido alminar que superaba en tamaño y belleza a todos los alminares de la época. Diecinueve portales, con arcos de herradura elegantemente esculpidos con pétrea decoración floral y geométrica, conducían al Patio de las Abluciones (hoy Patio de los Naranjos). En este rectángulo, pavimentado con baldosas de colores, había cuatro fuentes, cada una tallada en un bloque de mármol tan grande que se habían necesitado setenta bueyes para su transporte desde la cantera. La mezquita propiamente dicha era un bosque de 1290 columnas, que dividían el interior en once naves principales y veintiuna secundarias. De los capiteles de las columnas partía una variedad de arcos: semicirculares, apuntados, de herradura, la mayoría con dovelas alternadamente rojas y blancas. Las columnas de jaspe, pórfido, alabastro y mármol daban por su número una impresión de espacio ilimitado.

El techo de madera estaba tallado en cartelas que ostentaban inscripciones, muchas de ellas coránicas. Colgaban de él 200 candelabros que sostenían 7000 tazas de aceite perfumado que les llegaba de depósitos constituidos por campanas cristianas invertidas, también suspendidas del techo. La sección destinada a la oración comunitaria tenía el suelo cubierto con baldosas esmaltadas sobre las que se desplegaban esterillas de caña sobre las que se acomodaban los orantes.

El mihrab era una pieza octogonal, brillantemente ornamentado con mosaicos esmaltados. Elminbar(púlpito con escalones desde donde eljatíb”disertante” pronuncia lajútbao sermón) consistía en 37.000 pequeños paneles de marfil y maderas preciosas: ébano, cidro, áloe, sándalo rojo y amarillo, unidos con clavos de oro o plata y con incrustaciones de gemas.

En 1523 se decidió imponer en el corazón de la Mezquita de Córdoba, una catedral católica. El propio emperador Carlos V (1500-1558), al ver la aberración que se había causado a la arquitectura del edificio dijo al Obispo Fray Juan de Toledo y a los Capituladores la célebre frase: «Si yo hubiera sabido lo que era esto, no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo: porque hacéis lo que hay en muchas otras partes, y habéis deshecho lo que era único en el mundo».

El escritor checo en lengua alemana Rainer María Rilke (1875-1926) expresó melancólicamente su desazón al visitarla: «Da pena, tristeza y aun vergüenza lo que se ha hecho con la Mezquita al enredar la iglesia y las capillas en sus lisas guedejas, y se querría desenredarla y peinar tan hermosa cabellera».

En la época del califato de Córdoba, la afluencia a la gran mezquita el viernes al mediodía (Salat al-Ÿumu’a “Oración Comunitaria del Viernes”), era tan multitudinaria que, en verano, para proteger del sol a los fieles que no cabían en su interior, se desplegaba un magnífico toldo por encima del Patio de las Abluciones.

Véase Leopoldo Torres Balbás: La Mezquita de Córdoba y las ruinas de Medinat Al-Zahara, Col. Monumentos Cardinales de España, XIII, Madrid, 1952; Fernando Chueca Goitía: La Mezquita de Córdoba, Albaicín, Granada, 1971; Marianne Barrucand y Achim Bednorz: Arquitectura islámica en Andalucía, Taschen, Köln, 1992, págs. 60- 105; Henri Stierlin:Islam. Volume I. Early Architecture from Baghdad to Cordoba. Umayyad Splendor in Cordoba, Taschen, Köln, 1996, págs. 85-113).

El faro de Europa Los historiadores musulmanes nos pintan las ciudades andalusíes como colmenas de poetas, eruditos, juristas, médicos y científicos. Al-Maqqarí llena sesenta páginas con sus nombres. Como cifras ilustrativas del apogeo de Córdoba durante la época islámica se afirma que ésta llegó a tener casi un millón de habitantes (hoy tiene menos de 300 mil), con 3000 mezquitas, 800 de las cuales estaban en el arrabal de Saqunda. El número de sus baños públicos era de 600, el de sus fondas y hospederías era de 1600 y había además 4.000 tiendas y comercios, 213.000 casas de clase media y obrera y 60.300 residencias de oficiales y aristócratas. Las escuelas públicas sumaban 25. El circuito amurallado de la ciudad tenía una superficie de 2.690 Ha. Córdoba poseía un notable y revolucionario sistema de albañales y aguas corrientes, a lo que se sumaba una red de alumbrado público y un ingenioso método de irrigación de la vega circundante a través de norias y acequias que extraían el agua del río Guadalquivir (del árabe: uadi al-kabir, el río grande). Debe destacarse que en esa época, a mediados del siglo X, París y Londres eran aldeas casi desconocidas, y la gran mayoría de las ciudades de la Europa no musulmana se hallaban en las más absolutas condiciones de insalubridad y primitivismo.

El medievalista francés Charles-Emmanuel Dufourcq dice: «En ningún momento, ni Roma ni París, las dos ciudades más pobladas del Occidente cristiano, se acercaron al esplendor de Córdoba, el mayor núcleo urbano de la Europa árabe-islámica» (“La vida cotidiana de los árabes en la Europa medieval”, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1990).

Al-Ándalus llegó a contar con setenta bibliotecas públicas, ya que casi todos allí sabían leer y escribir, mientras que en la Europa cristiana, a menos que pertenecieran al clero, no sabían.

La biblioteca del califa cordobés al-Hakam II llegó a contener 400 mil tomos, 44 de los
cuáles formaban el catálogo de los restantes. Y al-Hakam los había leído todos. Un manuscrito andalusí en papel de algodón que hoy guarda la biblioteca del Escorial, del año 1009, prueba que los musulmanes fueron los primeros en sustituir el pergamino por el papel. Las bibliotecas de la Europa no musulmana tenían menos de cien libros en esa época.

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Había centenares de teólogos y gramáticos; los retóricos, filólogos, lexicógrafos, antologistas, historiadores, biógrafos eran legión.
A pesar de esta bonanza, el califato cordobés se vio involucrado en una guerra civil que determinó su caída hacia 1010. La España musulmana se desintegró en veintitrés taifas o ciudades Estados, demasiado atareadas con sus intrigas y luchas mezquinas para detener la gradual absorción de al-Ándalus por castellanos y aragoneses.

LOS SABIOS DE CÓRDOBA

La civilización hispanomusulmana o andalusí tuvo conciencia plena de la evolución temporal de ella misma, de la historia e incluso de su propio futuro y por ello desarrolló una literatura historicista de gran importancia que culmina con la figura de Ibn Jaldún, el primer filósofo y sociólogo de la historia.

Los polígrafos y sabios de al-Ándalus abarcaron todas las disciplinas científicas y las del pensamiento. Desde sus orígenes, la Gente de al-Andalus estuvo al corriente de todo lo que sucedía en el Islam oriental y se esforzó por obtener las obras de los distintos eruditos y especialistas. Lamentablemente, estas curiosidades e inquietudes no tuvieron el mismo eco y la misma reciprocidad de parte de sus colegas orientales. La civilización andalusí fue poco menos que una ilustre desconocida en el Egipto de fatimíes, ayubíes y mamelucos. Mucho más si nos movemos hacia el oeste: para los buÿíes, samaníes, gaznavíes, selÿukíes o guríes, la palabra al-Ándalus era algo tan lejano como incomprensible. Fue gracias a varias generaciones de orientalistas, arabistas e islamólogos europeos, principalmente españoles, que el riquísimo legado de al-Ándalus pudo ser conocido y apreciado en toda su dimensión.

Hoy día, no es ninguna casualidad que todavía haya muchos musulmanes orientales que ignoren la existencia de la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada y que nunca hayan leído las obras de Ibn Hazm, Averroes o Ibn al-Arabí de Murcia. Del mismo modo, los musulmanes magrebíes, en general, apenas conocen los portentos islámicos de Estambul, Isfahán y Agra y prácticamente saben poco o nada de los sabios musulmanes de Oriente posteriores al siglo XIII.

Esto tiene una primera lectura: al-Ándalus por sus condiciones geográficas y políticas nunca dejó de ser una «isla» (ÿazirah) lejana para el resto del Dar al-Islam. También podemos señalar que el Islam oriental padeció numerosas invasiones (turcas y mongolas principalmente) y luchas intestinas.
Sin embargo, hay algo que no cierra en todo esto, pues la civilización andalusí duró nada más y nada menos que ocho siglos (711-1492) y a lo largo de su historia encontramos siempre una constante: a pesar de todo tipo de conflictos (cruzadas, largas distancias,
etc.), los viajeros musulmanes se trasladaron del oeste al este (Ibn Ÿubair, Ibn Battuta) y no en sentido contrario. Preferimos dejar este curioso fenómeno para un estudio posterior en el que podamos analizar con suficiente amplitud las razones sociológicas que produjeron semejante contraste. Ahora veremos brevemente las reseñas de los principales eruditos cordobeses de este período. Ziryab
Fue el emir cordobés Abderrahman II (788-852) el primero en fundar un conservatorio musical en al-Ándalus, siendo considerados sus músicos como rivales de los de Medina, donde se hallaban los más excelentes (la tradición islámica atribuye a Suraiÿ, médico medinense, el primer empleo de la batuta en la historia de la música, en el siglo VIII).

En 822 llega a la corte cordobesa, procedente de Bagdad, el músico y poeta persa Abu al- Hasan Ibn Ali Ibn Nafi (789-857), más conocido por el sobrenombre de Ziryab: «el pájaro negro cantor», según algunos, por asemejarse al mirlo, y según otros por el oscuro
color de su tez. Sería Ziryab quien introduciría en las escuelas de música andalusíes el sistema árabe-pérsico, sistema que en la corte cordobesa era utilizado al mismo tiempo que el sistema griego y pitagórico. Ziryab había sido en la lejana Bagdad el alumno aventajado de dos importantes músicos de la corte de Harún ar-Rashid, como fueron Ibrahim Ibn Mahán de Kufa (m. 803), llamado al-Mausilí (por haber residido un tiempo en Mosul), y su hijo Ishaq. Ishaq al-Mausilí (m. 849) al ver las cualidades con las que estaba dotado Ziryab y que podían opacar las suyas, presa de los celos, le obligó a abandonar la capital abbasí. Ziryab era un auténtico polígrafo: poeta, literato, astrónomo,geógrafo y un refinado esteta y un célebre gourmet, tanto que hay un antiguo plato cordobés de habas saladas y asadas, al que se llama «ziriabí» en honor a Ziriab, pero ante todo fue un gran músico. Se dice que se sabía de memoria las letras y melodías de diez mil canciones. Fue el fundador de una gran academia musical y dio a conocer en al-Ándalus el instrumento islámico por excelencia, el ud (laúd), para el cual inventó una quinta cuerda. Según Ziryab: «Las cuatro cuerdas tradicionales encuentran su equilibrio en el universo. Ellas representan los símbolos de los cuatro elementos: el aire, la tierra, el agua y el fuego. Sin embargo, sus timbres particulares ofrecen analogías con los humores y temperamentos que no existen en la naturaleza. He coloreado las cuerdas para indicar su correspondencia con la naturaleza humana: la primera, roja, representa la sangre; la segunda, blanca, representa la flema; la tercera, amarilla, es la bilis, la cuarta negra, la atrabilis(supuesto causante de la melancolía según los antiguos). La quinta cuerda es la que ocupa el lugar principal: es la del alma…» (H.G. Farmer: History of Arabian Music, Londres, 1929, pág. 154).
Ziryab fabricó sus propios instrumentos, mejorándolos con innovaciones. La laminilla de madera que se empleaba como plectro en el laúd la sustituyó por la pluma de águila, con lo que produjo un sonido más agradable en el instrumento.

Dice Ibn Jaldún: «El conocimiento de la música legado por Ziriab como una herencia a España, transmitióse allí de generación en generación, hasta la época de los régulos de Taifas» (Al-Muqaddimah, O. cit., pág. 756).

Los diversos ritmos y melodías surgidos de la escuela andalusí forjada por Ziryab, como las zambras, pasarían a América con los moriscos y se transformarían en danzas como la zamba, el gato, el escondido, el pericón, la milonga y la chacarera en la Argentina y el Uruguay, la cueca y la tonada de Chile, las llaneras de Colombia y Venezuela, el jarabe de México o la guajira y el danzón de Cuba (cfr. Tony Evora: Orígenes de la música cubana, Alianza, Madrid, 1997, pág. 38). El mismo tango tiene origen flamenco, voz que según el eminente andalucista Blas Infante (1885-1936) proviene del árabe fellahmenghu: «campesino errante». La mayoría de los flamencólogos, incluso un intérprete y compositor de la talla de Paco de Lucía (nacido Francisco Sánchez Gómez, en 1947, en el puerto de Algeciras), y un cantaor de los quilates de Camarón de la Isla (nacido José Monge Cruz, 1950-1992), afirman el origen andalusí-morisco de su especialidad (cfr. Félix Grande Lara:Memoria del flamenco, 2 vols., Espasa Calpe, Madrid, 1987). Ibn Firnás

Hacia el 850, ya existía en la ciudad islámica de Córdoba en al-Ándalus, un ambiente científico y cultural tan intenso como para producir individualidades de la talla de Abbás Ibn Firnás. Este hombre, dotado de un espíritu que recuerda al de los genios del Renacimiento italiano, había construido en su casa lo que puede pasar por ser el primer planetario de la historia del mundo. se trataba de una habitación dentro de la que estaban representadas las constelaciones, los astros y los fenómenos meteorológicos. Las escasas reseñas que quedan de este planetario señalan que Ibn Firnás lo había dotado de mecanismos tales que el visitante quedaba sobrecogido por la aparición de nubes, relámpagos y truenos entre las cuatro paredes de la habitación, efectos especiales que hoy hubieran despertado la envidia de los técnicos de Hollywood y Disneylandia.

Ibn Firnás también construyó una clepsidra (reloj de agua) dotada de autómatas móviles con la que se podía conocer la hora en los días y noches nublados, e introdujo en al- Ándalus la técnica del tallado del cristal.

Pero lo más sorprendente de Ibn Firnás fue su intento de volar, seguramente recordando la leyenda griega de Dédalo. Parece ser que se proveyó de un traje de seda, que por cierto, debió ser uno de los primeros de este tejido en llegar a España, al que adhirió plumas de
aves. Luego, ayudado por un mecanismo de que, desgraciadamente, no se conservan detalles, saltó desde lo alto de la torre de la Rusafa —el palacio jardín construido por Abderrahmán I—, desde casi cien metros de altura, y consiguió planear durante un trecho hasta que tuvo un aterrizaje bastante forzoso, aunque sin consecuencias graves. Ibn Firnás, fallecido hacia 887, fue sin duda uno de los más remotos pioneros de la aviación de que se tenga noticias, con diseños aeronáuticos elaborados seiscientos cincuenta años antes de que el artista e inventor florentino Leonardo da Vinci (1452-1519) plasmara el primer intento de estudio aerodinámico, el cual aparece en el Sul Volo degli Uccelli (“Sobre el vuelo de los pájaros”), redactado hacia 1505 (Jean-Claude Frère: Leonardo. Painter, inventor, visionary, mathematician, philosopher, engineer, Terrail, París, 1995, págs. 148-49).

Y recién en 1678, 800 después, la experiencia de Ibn Firnás sería repetida, esta vez por un cerrajero francés llamadoBesnierque voló un corto trecho con unas alas que funcionaban como las patas palmeadas de un pato, teniendo como nuestro cordobés un aterrizaje forzoso con algunos golpes pero sin consecuencias.

Ibn Masarra Muhammad Ibn Masarra (883-931), nacido en Córdoba, es el primer filósofo y gnóstico andalusí. Su familia descendía de muladíes (conversos al Islam). Su padre, Abdallah, cuyos ojos azules y pelo rubio hacían que frecuentemente fuera confundido con un eslavo o un normando, fue viajero por razones comerciales, y frecuentó círculos mutazilíes y místicos en el Irak, adhiriendo a su pensamiento. Estos conocimientos se los transmitió a su joven hijo Muhammad quien asimiló rápidamente y en poco tiempo tuvo un grupo de discípulos.

Luego que su padre, arruinado en sus negocios, se marchara a Oriente y falleciera en La Meca en 899, Ibn Masarra, que estudió la obra del filósofo greco-siciliano Empédocles de Agrigento (490-430 a.C.), formó en Córdoba las bases de una escuela filosófica que
llevaría su nombre y que haría la primera síntesis de las más elevadas tradiciones espirituales de Asia y de Africa.
El gran islamólogo español Miguel Asín Palacios, encuentra un paralelismo entre la manera en que el Obispo Prisciliano de Avila (condenado por hereje y ejecutado por orden del emperador romano Máximo, en 385) concibe el cristianismo y el modo en que Ibn Masarra vivió y concibió el Islam (cfr. Miguel Asín Palacios: Abenmasarra y su escuela, Orígenes de la filosofía hispano-musulmana, Madrid, 1914; Daniel Terán Fierro: Prisciliano Mártir Apócrifo, Breogán, Madrid, 1985). «Dos grandes “herejías” ponían en solfa las decisiones del concilio de Nicea en dos puntos opuestos del mundo conocido: una, en oriente, con Arrio y, la otra, en Occidente, con Prisciliano. Y, en el centro del debate, el problema de saber si el reconocimiento de las tres “personas” de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no hacían que se tambaleara el monoteísmo» (Roger Garaudy: El Islam en Occidente. Córdoba, capital del pensamiento unitario, Breogán, Madrid, 1987, pág. 50). Precisamente,

Ibn Masarra es un defensor acérrimo del monoteísmo abrahámico y el carácter del Uno divino. Se han recuperado sólo dos de sus numerosas obras: «El libro de la explicación perspicaz» (Kitab al-Tabsira) y «El libro de las letras» (Kitab al-Huruf). Luego de recorrer el Norte de Africa con sus discípulos, Ibn Masarra se radicó en Córdoba, donde pudo desarrollar sus tareas bajo la protección y el estímulo del califa Abderrahmán III (912 a 961).

Ibn al-Qutíyya

Abu Bakr Muhammad Ibn Umar Ibn Abdul Aziz Ibn al-Qutíyya (muerto hacia 977) es uno de los más importantes historiadores y filólogos de al-Ándalus. Su apodo quiere decir «el hijo de la goda» Nació en Córdoba y murió en Córdoba. Era descendiente de Sara la Goda, sobrina del rey Witiza (m. 710), desposada con un musulmán. Su obra Tarij iftitah al-Ándalus (“Historia de al-Ándalus”) es fundamental para comprender la entrada de los musulmanes en la Península. Este manuscrito se guarda en la Biblioteca Nacional de París. Véase la traducción de Julio Ribera y Tarragó: Historia de la conquista de España de Abenalcotía el cordobés, Madrid, 1926.

Ibn Hayyán

Uno de los más notables de los cronistas andalusíes, a través de quien podemos aproximarnos al reflejo oficial de la historia de al-Ándalus. Abu Marwán Hayyán Ibn Jalaf Ibn Hayyán fue hijo de un alto funcionario del canciller del califa Hisham II, Muhammad Ibn Abu Amir al-Mafirí (940-1002), más conocido como Al-Mansur (“el Victorioso”), latinizado Almanzor, el conquistador de Barcelona y Santiago de Compostela.
Ibn Hayyán nació en la mejor Córdoba califal, en 987-988, y murió en la taifa de Córdoba, ya ocupada por Sevilla, en 1076. Legalista pro-Omeya, como lo sería su compatriota Ibn Hazm, criticó amargamente la caída de esta dinastía, la ruptura del centralismo andalusí, la guerra civil en un país disminuído, pero supo adaptarse a los cambios, y el prestigio que logró, incluso entre sus contemporáneos, componiendo una única obra, su «Historia» (dividida en dos partes: Kitab al-muqtabis fi-tarij rishal al- Ándalus y Kitab al-muqtabas fi ajbar balad al-Ándalus), sobre toda la historia de al-Ándalus, hasta pocos años antes de su muerte, le permitió no sólo mantenerse en Córdoba toda su vida, sino expresar cuanto quiso, reflejando su criterio, y dando una dimensión activa a la escritura histórica.

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LA SOCIEDAD ANDALUSI

Los diversos grupos sociales de al-Ándalus se definen tanto por su origen étnico como por su religión. Ambos elementos combinados configuran la variedad de la sociedad andalusí. Sobre el papel de la mujer en al-Ándalus, hay que destacar que tuvo más libertad que las mujeres de su misma cultura en Oriente, debido principalmente a la idiosincrasia de los bereberes (etnia predominante) y a los elementos que conformaron su sociedad multicultural, multirreligiosa y polilingüista.

Los árabes

De religión musulmana, desde un primer momento los árabes forman una clase dirigente minoritaria que disputará el poder a los mayoritarios grupos bereberes y muladíes.

Los bereberes

Se dividen en tres grupos diferenciados según el momento de su entrada en la Península:
1. Los que llegaron a lo largo de todo el período omeya. Se introdujeron en la Península en diferentes oleadas a partir de 711. Se islamizaron y arabizaron totalmente.
2. Los contingentes que formaron parte del ejército a finales del califato (siglo X), reclutados masivamente por parte del poder cordobés. De estos dos primeros grupos salieron dirigentes de diferentes taifas (como los Ziríes de Granada entre 1013-1090) durante el siglo XI.
3. Entre los siglos XII y XIII el poder político pasa a manos de las dinastías bereberes de los almorávides y de los almohades, con capital en Marrakesh, lo que trae consigo un nuevo flujo de bereberes a al-Ándalus.

Los mozárabes

Son muy numerosas en un principio, los cristianos llamados mozárabes por sus compatriotas musulmanes —término que viene de musta‘rab, es decir el “arabizado o seudoárabe” —, puesto que en todo asemejaban a aquéllos, ya que hablaban, se vestían y vivían, en suma de la misma manera; tan sólo eran distintos por la adscripción a otra religión.

El profundo respeto de la libertad religiosa contenido en la ley coránica permitió a los mozárabes gozar de una autonomía interna considerable. Administrativamente dependían de un “comes” de origen visigodo. La justicia se regía según leyes propias y los impuestos eran recaudados por un mozárabe, el “exceptor”. Este espíritu de tolerancia hizo posible que mozárabes y judíos lograsen, sin demasiados obstáculos cargos en la diplomacia, el ejército y el propio gobierno musulmán. En dos terrenos se manifiesta claramente la singularidad del estilo mozárabe: arquitectura e iluminación de manuscritos.

Las características de las iglesias mozárabes, en las que se combinan elementos de la tradición visigótica con influjos musulmanes, son los arcos de herradura, los capiteles de tipo corintio y elementos de decoraciones esculturada. La miniatura mozárabe, proyectada
por el arte islámico, está considerada como una de las escuelas más originales de todas las que en esta especialidad produjo el arte medieval. Sobresalen ejemplares como los ilustrados del “Comentario del Apocalipsis” de Beato de Liébana (monje asturiano muerto en 798). Entre otros miniaturistas y calígrafos mozárabes, destacan Magius y Florencio.

Podemos juzgar de la atracción ejercida por el Islam en los cristianos por una carta de 1311, que calcula la población musulmana de Granada en esa época en 200.000 habitantes, de los cuales todos menos 500 eran descendientes de cristianos convertidos al
Islam (citado por Sir T. W. Arnold, The Preaching of Islam, Nueva York, 1913, pág. 144).

Los cristianos a menudo declaraban preferir el gobierno musulmán al cristiano (citado por S. Lane-Poole, Story of the Moors in Spain, Nueva York, 1889, pág. 47). Un autor cristiano de la época de Abderrahmán II, llamado Álvaro (siglo IX), en su manuscrito homónimo, dice lo siguiente:
«Mis correligionarios se complacen en leer las poesías y las novelas de los árabes: estudian los escritos de los filósofos y teólogos musulmanes, no para refutarlos, sino para formarse una dicción arábiga correcta y elegante. ¡Ay!, todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento, no conocen más que la lengua y literatura de los árabes, reúnen con grandes desembolsos inmensas bibliotecas, y publican dondequiera que aquella literatura es admirable. Habladles por el contrario, de libros cristianos, y os responderán con menosprecio que son indignos de atención. ¡Qué dolor! Los cristianos han olvidado hasta su lengua, y apenas entre mil de nosotros se encontraría uno que sepa escribir como corresponde una carta latina a un amigo; pero si se trata de escribir árabe, encontrarás multitud de personas que se expresan en esta lengua con la mayor elegancia, desde el punto de vista artístico, a los de los mismos árabes» (De El manuscrito de Álvaro, en la España Sagrada, por Flórez, Risco, etc. 2da. edición, 47 vols., Madrid, 1754-1850, págs. 273-275. Citado por R. Dozy,Historia de los musulmanes de España. O. cit., Tomo II, págs. 92 y 93).

Los muladíes

A partir del siglo VIII, muchos hispanorromanos y visigodos se convierten al Islam, y son denominados muladíes (del término muwallad “conversos”), si son descendientes de matrimonios mixtos, y musálima, si se han convertido por propia convicción. Estos últimos serán cada días más, quedando los auténticos mozárabes como una minoría. Estos muladíes, musulmanes como los árabes y los bereberes, se abrieron camino en la sociedad andalusí reivindicando su igualdad, en tanto musulmanes, con los árabes.

LAS LENGUAS DE AL-ÁNDALUS

Al-Ándalus, la Península Ibérica en época musulmana, ofrece un fenómeno de polilingüismo. La lengua oficial fue el árabe clásico, la lengua del Sagrado Corán y la literatura, estandarizada por las escuelas filológicas árabes y común a todo el Dar al-Islam (“Morada del Islam”, el territorio islámico), que se impuso en la Península Ibérica donde la lengua de la administración visigótica y la cultura era el latín, mientras que sus pobladores hablaban un protorromance que los investigadores europeos del siglo XIX denominaron mozárabe. El hecho de que los árabes, además de la lengua estandarizada de la religión y la cultura, trajesen sus propios dialectos árabes, motivó la creación de un dialecto árabe peninsular, llamado dialecto hispano árabe o andalusí, analítico y con romancismos especialmente léxicos, aunque también fonológicos y morfosintácticos, dado el sustrato románico de la Penísnula Ibérica.

El dialecto árabe andalusí convive con el protorromance en una situación de bilingüismo hasta que la lengua mozárabe desaparece o queda en bolsones marginales, pues en el siglo XII los cristianos de al-Ándalus, es decir, los mozárabes, utilizaban los evangelios en árabe o escribían sus documentos en esta lengua en Toledo, a pesar de ser un ambiente romanizado.

Otra lengua utilizada en al-Ándalus es el hebreo, empleado por la comunidad judía andalusí como lengua litúrgica, y que a partir del siglo X da una abundante literatura hebrea, aunque los judíos andalusíes hablaban el árabe y el protorromance. También hay que mencionar los dialectos bereberes que pudieron conservar los musulmanes de esta etnia entre ellos, aunque apenas han dejado huellas en el dialecto andalusí a pesar de ser la lengua de las dinastías africanas de los siglos XI-XIII, almorávides y almohades, y no han
dejado ninguna huella literaria.

La lengua árabe ha dejado sus huellas en las lenguas románicas peninsulares, castellano, portugués, gallego y catalán, pero hay que tener en cuenta que estos préstamos lingüísticos se produjeron a partir del dialecto andalusí y no del árabe clásico. El mismo caso es el de los toponimios hispánicos de origen árabe entre los que se encuentran, además de los propiamente árabes, siempre a través del dialectal, los romanos y prerromanos que a menudo se han arabizado fonológicamente (por ejemplo, Caput aquae = Qabdaq = Caudete, o han recibido algún morfema árabe, como el artículo (Alpont). El caso de Aljubarrota (del ár. al-ÿubb=pozo), o Aljibe roto, es muy descriptivo. Véase A. Steiger: Contribución a la fonética del hispano-árabe y de los arabismos en el íbero-románico y el siciliano, Madrid, 1932.

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—Al-Andalus. El Islam en España. Lunwerg, Barcelona, 1992.

APENDICE I

Texto del pacto de Teodomiro y Abd al-Aziz Ibn Musa Ibn Nusair, citado por el historiador hispanomusulmán Ibn Idarí (que floreció hacia 1270), en su obra Kitab al-bayán al-mugrib fi ajbar muluk al-Ándalus wa-l-Magrib, traducida por el profesor Felipe Maíllo Salgado, bajo el título La caída del califato de Córdoba y los reyes de taifas, Salamanca, 1993.
En el Nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Edicto de ‘Abd al-‘Aziz ibn Musa ibn Nusair a Tudmir ibn Abdush (esto es, Teodomiro, hijo de los godos). Este último obtiene la paz y recibe la promesa, bajo la garantía de Dios y su Profeta, de que su situación y la de su pueblo no se alterará; de que sus súbditos no serán muertos, ni hechos prisioneros, ni separados de sus esposas e hijos; de que no se les impedirá la práctica de su religión, y de que sus iglesias no serán quemadas ni desposeídas de los objetos de culto que hay en ellas; todo ello mientras satisfaga las obligaciones que le imponemos. Se le concede la paz con la entrega de las siguientes ciudades: Orihuela, Baltana, Alicante, Mula, Villena, Lorca y Ello. Además, no debe dar asilo a nadie que huya de nosotros o sea nuestro enemigo; ni producir daño a nadie que huya de nosotros o sea nuestro enemigo; ni producir daño a nadie que goce de nuestra amnistía; ni ocultar ninguna información sobre nuestros enemigos que puede llegar a su conocimiento. El y sus súbditos pagarán un tributo anual, cada persona, de un dinar en metálico, cuatro medidas de trigo, cebada, zumode uva y vinagre, dos de miel y dos de aceite de oliva; para los sirvientes, sólo una medida. Dado en el mes de Raÿab, año 94 de la Hégira (713 d.C.). Como testigos, ‘Uzmán ibn Abi ‘Abda, Habib ibn Abi ‘Ubaida, Idrís ibn Maisara y Abul Qasim al-Mazáli.

APENDICE II
LOS MITOS FUNDADORES DE LA NACION ESPAÑOLA

Por Juan Goytisolo
Publicado en el diario «El País» de Madrid,
el sábado 14 de septiembre de 1996, página 11.

Sabemos desde el siglo XVIII, gracias a la Ilustración y al empeño posterior de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos: el prurito de magnificar lo pasado, establecer continuidades «a prueba de milenios», forjarse genealogías fantásticas que se remontan a Roma, a Grecia o a la Biblia, obedece sin duda a una ley natural de orgullo y autoestima, pues los hallamos en mayor o menor grado en el conjunto abigarrado de Estados y naciones que integran el continente europeo. 
No tengo nada contra los mitos y su fecunda prolongación artística y poética, a condición, claro está, de no olvidar su carácter ficticio, elaboración gradual e índole proteica, ya que estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de «hechos diferenciales» insalvables, identidades «de calidad» agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones sistemáticas de lo ajeno.

«El impulso revolucionario de los mitos», escribió Juan Aparicio, el inamovible director general de prensa durante los años más duros del franquismo, «dispara a las multitudes hacia querencias de un potencial terrible». El mito, cual una idea platónica, pertenece al dominio de Dios, quien lo ha cedido parar su uso y devoción por los naturales de un país. El mito es, por lo tanto, de «esencia nacional». No andaba errado el censor emérito: el recurso a los mitos fundacionales (Covadonga, Santiago, la Reconquista) por la Falange e intelectuales adictos al Glorioso Movimiento sirvió de base a la «Cruzada de salvación» de Franco y a los horrores de la guerra civil y de su inmediata posguerra.

Aunque fláccidos e inservibles como globos pinchados en la España de hoy, estos mitos resurgen y lozanean, como gatos de siete vidas en diversos Estados y pueblos europeos que creíamos vacunados para siempre tras la derrota del fascismo. 

Las referencias mesiánicas de Le Pen a Clovis, Poitiers y Carlos Martel —cuyo potencial explosivo es amortiguado, por fortuna, por dos siglos de tradición laica y republicana—son paralelas a las burdas manipulaciones de la historia serbia y también croata, que condujeron en fecha reciente a la infame «purificacion étnica» y al genocidio de 200.000 musulmanes. Ahora, este impulso mítico dispara a las multitudes rusas víctimas desnortadas del desplome súbito de la URSS a la busca de «esencias puras» y de su «alma
vendida», esto es, con fórmulas acuñadas por la Falange y el Fascio.

El cotejo de los textos escritos por los bardos e ideólogos de Mussolini y José Antonio Primo de Rivera con los de los inspiradores de Le Pen, Milosevic, Karadzic o Zhirinovsky, y el del lenguaje troquelado por el nacional-catolicismo español de la primera mitad de siglo, con el de las Iglesias ortodoxas rusa, serbia o griega, resulta a este respecto tan concluyente como sobrecogedor. Como dice el lúcido e incisivo ensayista serbio Iván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político «evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria». Como vamos a ver, esta leyenda de muerte y revivicación —escamoteadora de la realidad del Andalus y de la Castilla de las tres castas—, es el mito original de España.

1.- La panoplia lepeniana cifrada en la tríada de Clovis, Carlos Martel y Juana de Arco no es mero folclor ni decorado de carrozas verbeneras. En nombre de Occidente y sus héroes sin mácula, grupos fascistas y xenófobos, en la nebulosa del Frente Nacional, apalean y asesinan a inmigrados magrebíes cuyo único crimen estriba en su supuesta descendencia de los sarracenos aplastados por el titánico martillo de Carlos. El proyecto de una Francia pura, una Francia francesa, se edifica así —como el de la Serbia pura, la Serbia serbia— sobre un frágil castillo de leyendas y patrañas. Aunque, a diferencia de sus colegas españoles, los historiadores del país vecino no incurran en el dislate de llamar franceses a los galos ni considerarse compatriotas de Vercingétorix, y el milagroso bautizo de Clovis, reseñado el año 948 por Flodoard (893-966), no haya sido nunca tomado en serio por su fantástica convergencia de portentosos lances, el mito de Poitiers resistió con mayor éxito al escrutinio del investigador.

Si bien Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) prevenía a sus lectores contra la índole novelesca de la proeza del héroe franco, salvador, según las crónicas antiguas y aun modernas, de la civilización cristiana, el mito aguantó un largo asedio de críticos y eruditos antes de derrumbarse. Desde Pablo Diácono, para quien 375.000 sarracenos perecieron en la batalla, hasta la rimada Crónica latinaanónima del año 854, pasando por los relatos de Teófilo y los monjes de Moissac, este acontecimiento trascendental se engalana de ostentosas inverosimilitudes y levita en un ámbito manifiestamentenovelesco.

La presencia del ejército árabe en el lugar es a todas luces tan fantasiosa como la extravagante identidad de Mahoma, atribuida a un tal Mahou, cardenal franco aspirante al Papado que movido por el despecho de su fracaso, habría ido a predicar su nueva y nefanda doctrina a los nómadas salvajes de Arabia. La crítica posterior de Henri Pirenne, Lucien Musset y el análisis mitoclasta de Edward Said en su imprescindible Orientalismo (Libertarias, Madrid, 1990) desmontan el andamiaje tan laboriosamente armado.

¿Cómo podía haber llegado la veloz caballería árabe, como quien dice de un tirón, a Poitiers el año 732, sin la intendencia y abasto indispensables a la travesía de mares, desiertos y montañas, en medio de pueblos aguerridos y hostiles? ¿No se contradice tan mirífica hazaña con la precisión del monje del Monte Cassino que, en la segunda mitad del siglo VIII relata la llegada de presuntos sarracenos «con sus mujeres e hijos» a Aquitania, para instalarse en ella? Los jinetes célebres como el rayo, ¿llevaban consigo a su
prole? Como veremos más adelante, las páginas en blanco de la historia, en razón de la falta de documentos fidedignos sobre lo acaecido en el siglo VIII, per miten a los fabricantes interesados de mitos ornar el pasado de su nación de la religión verdadera con
báculos, oropeles y mitras que —una vez cristalizada la leyenda y ratificada por los historiadores «patriotas»— resultan difíciles de desacralizar.

No hubo batalla en Poitiers —a lo sumo escaramuzas en tierras vecinas— ni árabe alguno intervino en ella. El Islam llegó a la provincia
Narbonense un siglo más tarde y no con su invicta caballería, sino por el «contagio» de la predicación y afinidades a las doctrinas «heréticas» profesadas de antiguo por quienes luego hablarían lalangue d’oc.

2.- Aterricemos ahora en predios más cercanos. La leyenda compostelana de Santiago Apóstol y su prolongación en Nuevo Mundo —¿cuántas ciudades y lugares denominados Santiago o simplemente Matamoros existen desde la frontera norte de México hasta la
cordillera andina?— constituye un magnífico ejemplo del «impulso revolucionario» del mito.

El traslado del sepulcro del apóstol, custodiado por los ángeles, de Palestina a Galicia el año 44 después de Cristo y su descubrimiento oportuno nueve siglos más tarde desafía desde luego toda explicación racional y creíble.¿Qué motivo podía haber inducido a los discípulos de Santiago a transportar su cuerpo al fin del mundo entonces conocido, al mismísimo finis terrae? ¿Preveían ya la terrorifica invasión sarracena y el lucido papel que el apóstol iba a desempeñar en la cruzada emprendida contra ella? Y, más asombroso aún, ¿cómo fue localizado el sepulcro romano e identificado el cadáver que, a partir de entonces, saldría milagrosamente de él para auxiliar a los cristianos con el célebre tajo de su espada invicta?

Américo Castro (1885-1972), respondiendo a nuestros modernos historiadores mitólogos como Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) y Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), analiza luminosamente la fuerza y supervivencia del mito:
«Los confines entre lo real y lo imaginario se desvanecen», escribe en La realidad historica de España (Madrid, 1954), «cuando lo imaginado se incorpora al proceso mismo de la existencia colectiva, pues ya dijo Shakespeare que “estamos hechos de la materia misma de nuestros sueños”.

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Cuando lo imaginado en uno de estos sueños es aceptado como verdad por millones de gentes, entonces el sueño se hace vida, y la vida, sueño». La transmutación pasmosa del pacífico pescador del lago Tiberíades en un jinete experto y aguerrido, cortacabezas insigne, respondía como es obvio, a la necesidad de las Iglesias, tanto hispana como carolingia de oponer a la triunfante predicción del credo de Mahoma un Santi Yagüe de recia espada, hermano gemelo de Cristo e «hijo del trueno»; capaz de planear por los aire en albo y radiante corcel de acuerdo con la fábula dioscúrica de Pólux y Cástor.

Lo curioso es el retraso con el que la leyenda apareció. La vieja fábula del siglo IV de la estancia y predicación del apóstol en la Península sufre, en efecto, una modificación en la que conviene detenerse un instante. Hasta mediados del siglo IX, una centuria después de la fecha en la que, según la historiografía tradicional, habrían arrasado «España» los feroces invasores árabes, los himnos litúrgicos y romances populares impetraban la protección del apóstol contra «la peste y otros males»; sin mencionar dicha catástrofe ni la suerte trágica de los cristianos. Sólo después del descubrimiento del sepulcro —narrado a fines del siglo IX— los devotos imploran su ayuda contra los sarracenos, cuya existencia por lo visto, ignoraban antes.

En la centuria siguiente, Santi Yagüe (Santiago) será entronizado anti-Mahoma y su santuario compostelano se convertirá en la anti-Caaba. Dicha mutación confiere a la leyenda su carácter definitivo. Compostela pasa a ser el punto de convergencia de la cristiandad militante en oposición a La Meca, y la popular romería del Camino de Santiago, la réplica franca y galaico-leonesa al haÿÿ(la santa peregrinación musulmana). La Providencia concederá en adelante la victoria al jinete en «níveo e impetuoso» caballo no sólo sobre los moros de la Península, sino también, en un extraordinario vuelo transoceánico, sobre los aztecas, inclinando el fiel de la balanza, en plena batalla, en favor de Hernán Cortés y los suyos.

Señalaremos, de la mano de Américo Castro, que «muchos católicos» como el padre Mariana pusieron en duda en el siglo XVII «la existencia del cuerpo del apóstol en el sepulcro de Galicia». El también jesuita Pedro Pimentel sostuvo incluso, por tal razón, que debía confiarse la protección de España en santa Teresa de Jesús (1515-1582), propuesta que suscitó la iracunda réplica de Quevedo.
Hoy, el apóstol sigue siendo el santo patrón de España, aunque su actividad bélica se haya extinguido. Como catalizador de energías cumplió bravamente la función que le fue asignada. Como dice Américo Castro, «Santiago fue un credo afirmativo, bajo cuya protección se ganaban batallas que nada tenían de ilusorias. Su nombre se convirtió en grito nacional de guerra, opuesto al de los sarracenos».

3.- Los mitos fundadores de una nación tienen la piel dura: aun desahuciados por la crítica demoledora de sus falsificaciones sucesivas e interpolaciones flagrantes, siguen ofuscando algunos historiadores contemporáneos y se perpetúan en los manuales de enseñanza por pereza y rutina, debido a la incomodidad y esfuerzo que ocasionaría un nuevo y perturbador planteamiento de la realidad historiable. Cuando Sánchez Albornoz, en sus elucubraciones líricas sobre «la embrionaria España, mecida en la cuna de Covadonga», daba su aval a las leyendas manipuladas por el franquismo y el sector más reaccionario de la Iglesia, ¿ignoraba la coincidencia de sus tesis con las sostenidas por la extrema derecha y el ultranacionalismo xenófobo? Cedamos la palabra al conocido historiador en uno de sus trémulos arrebatos proféticos: «Temo que otra gran tronada histórica pueda mañana poner en peligro la civilización occidental, como lo estuvo por obra del Islam en los siglos VII y VIII…La cultura europea fue salvada por Don Pelayo en Covadonga…¿Dónde se iniciará la nueva reconquista que salve al cabo las esencias de la civilización nieta de aquella por la que, con el nombre de Dios en los labios, peleó el vencedor del Islam en Europa?» (Orígenes de la nación española, Oviedo 1975). A juzgar por sus escritos, el espectro de otra invasión sarracena ahuyentaba el sueño y amargaba los días del distinguido arabista.

En un substancioso y aguijador ensayo sobre el tema, Covadonga, un mito nacionalista católico de origen griego (El Basilisco, Oviedo,1994), el historiador Guillermo García Pérez no se limita a señalar los desatinos y absurdos en los que incurre la fábula, sino que se remonta al origen de ésta y la esclarece con brillantez. Las Crónicas asturianas de Alfonso II el Casto y Alfonso III el Magno, muy posteriores a los hechos descritos, refieren en un lenguaje a la vez tosco y florido la aniquilación por Don Pelayo (722) de 127.000 invasores denominados primero «caldeos» y luego «sarracenos». La Virgen de la Cueva completa a continuación el inmisericorde exterminio al precipitar una avalancha de rocas o pedazo ingente de la montaña sobre los 60.000 fugitivos del desastre. La victoria del héroe y la subsiguiente intervención celeste son tanto más asombrosas cuanto, según otras crónicas, los invasores moros de Tariq (711) sumaban tan sólo siete mil y los de su jefe y rival Musa dieciocho mil. ¿Cómo podían haberse multiplicado en siete años de guerra, pillaje y devastación los culpables de la «destrucción de la España Sagrada» de 25.000 a 187.000, cifra a la que habría que añadir, para no desmentir la veracidad de los monjes y eclesiásticos francos, la de los 375.000 que perecerían 10 años después en Poitiers (732)? Por mucho que parezca increíble, la proliferación astronómica de los supuestos árabes no fue objeto de desmitificación cabal gracias a Lucien Barreau-Dihigo, sino en 1921. Cierto que, como nos recuerda Guillermo García Pérez, el abate Juan Francisco Masdéu (1744- 1817), sin poner en tela de juicio la realidad de la batalla, señaló la interpolación en la Crónicas de «circunstancias muy dudosas o claramente falsas». Pero el miedo a la Inquisición primero y la alergia «a la novedad de discurrir» tan difundida ayer y hoy en España, después institucionalizaron, en medio de la credulidad colectiva, el mito de Covadonga y Don Pelayo hasta el incitante cotejo del mismo con el de Delfos (480 años antes de Cristo) por Guillermo García Pérez.

La comparación de las dos leyendas disipa cualquier duda: la asturiana es una copia de la griega, incluidos los pormenores de la matanza (de persas en un caso y de caldeos o sarracenos en el otro), la intervención milagrosa de Atenea y el desprendimiento mortífero de las rocas (en la leyenda original del monte Parnaso). Como dice acertadamente nuestro investigador, situando la aparición del mito en su contexto histórico —la dependencia o vasallaje del reino leonés respecto a Carlomagno— «la leyenda de Covadonga (1) sería sólo una pieza más, un ingrediente estructural de la estrategia política desarrollada por el recién formado Imperium Christi (Carlomagno y el Papado, independizado de Constantinopla) para luchar contra el entonces, preocupante dominio islámico del mundo mediterráneo».

En su iluminadora exposición de las vicisitudes del mito Guillermo García Pérez apunta con razón al uso pro dome del mismo en fechas más reciente. Cuando la imagen de la Virgen —trasladada por razones de seguridad en los años de la guerra civil a la embajada de la república en París— fue devuelta a España, la estatua, paseada con honores de Capitán General por Franco y la jerarquía eclesiástica hasta su cueva milagrosa, había sido transmutada en símbolo de la «España eterna», salvada de nuevo providencialmente por la supuesta Cruzada. Medio siglo después, Juan Pablo II, en su peregrinaje al santuario en agosto de 1989, pronunció una homilía, cuyo resumen por Guillermo García Perez reproducimos para ilustración del lector: «Covadonga es la esencia de España (el lugar) en donde
Don Pelayo derrotó al Islam, el altar mayor y una de las primeras piedras de la Europa cristiana». ¡Saludemos la habilidosa elevación de la superchería áulica de Carlomagno al rango de verdad pontificia y la transformación de la atávica diosa de Onga en esencia nacional y espada flamígera de la Cristiandad!

NOTA
(1) El walí de Córdoba, Ambasa, envió durante la primavera boreal del año 722, una expedición de unos centenares de soldados al mando de Alqama, Alqama y Oppas contra los rebeldes astures. Parece ser que se produjo una escaramuza —no hubo tal batalla como exagera la Crónica de Alfonso III casi doscientos años más tarde)— junto a la cueva de Covadonga, una zona montañosa y cerrada, entre la patrulla musulmana y un reducido número (¿100? ¿300?), dirigidos por Pelayo (m. 737) de origen visigodo, al que se adjudica el haber fundado el reino de Asturias (718-737). La acción no pasó a mayores y el contingente musulmán retornó hacia el valle de la Liébana, por el puerto de Amuesa. La historiografía actual sostiene que las gentes del norte no pelearon en Covadonga en defensa de la religión católica, sino para mantener su independencia. Sin embargo, muchos historiadores ponen en duda la propia existencia del episodio.

Juan Goytisolo es un escritor y periodista nacido en Barcelona en 1931. A partir de los sesenta se especializa en temas islámicos y se radica en la ciudad de Marrakesh, Marruecos.

Muchas de sus obras reflejan esta inquietud: «Crónicas sarracinas», «Reivindicación del conde Don Julián», «Makbara», «En los reinos de taifas», «Las virtudes del pájaro solitario», «La cuarentena», «Estambul otomano», «Argelia en el vendaval», «El bosque de las letras», «El sitio de los sitios».

Entre 1987 y 1990 dirige la serie Alquibla de veintiséis capítulos para la Televisión Española (TVE), filmada en diez países del mundo musulmán.

Entre 1992 y 1994 viaja 4 veces a Bosnia y en 1996 visita Chechenia. Como resultado de estas travesías, publica dos libros testimoniales: «Cuaderno de Sarajevo» y «Paisaje de guerra con Chechenia al fondo». En mayo de 1997 presentó su libro De la Ceca a La Meca (que es un éxito editorial) y fue galardonado con el Gran Premio Proartes de Narrativa Iberoamericana que se falló en Bogotá.

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